“Y estando echados el fraile metió la mano a este por la abertura de los zaragüelles queriéndole echar mano de su miembro, y este le detuvo la mano y no lo consintió, diciéndole no hiciese aquello ni le diese ocasión a que fuere mal airado con él, y el dicho fray Pizarro dijo a este: vos no debéis tener picha, que os la deben haber cortado, pues que no os la dejáis tocar”. La denuncia de este acoso la presentó un muchacho carpintero ante el tribunal de la Inquisición de Valencia a fines del siglo XVI. Es un error pensar que, como consecuencia del masivo desembarco de la Iglesia Católica en la enseñanza primaria y secundaria y en la gestión de internados, el problema de los abusos sexuales del clero arranca a comienzos del siglo XX.
El problema de las agresiones sexuales --cometidas por frailes, curas, abades, priores, obispos, arzobispos y demás autoridades eclesiásticas-- se puso en evidencia cuando la misma Iglesia inició un proceso interno de reformas a mediados del siglo XVI, ante el competitivo avance del protestantismo por toda Europa. Para que el control fuese más severo, en 1559 se decidió en España que el delito de solicitar favores sexuales utilizando el confesionario dejara de estar bajo jurisdicción episcopal y pasara a la esfera inquisitorial, pese a la resistencia de dominicos y jesuitas.
Gracias a este cambio, los archivos inquisitoriales guardan innumerables procesos y causas abiertas contra clérigos depredadores sexuales. Pese a todo, el corporativismo y la misoginia se impuso, y únicamente se iniciaba una investigación cuando estallaba un escándalo de importantes dimensiones que afectaba a muchas víctimas, y podía poner en duda la buena imagen de la Iglesia. Luego, los testimonios conservados son sólo una muy diminuta parte de todo lo sufrido.
Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, la mayoría de esos abusos fueron cometidos sobre mujeres. La edad media de las víctimas fue de unos 25 años, y sólo puntualmente se registran agresiones a niñas, algunas con apenas diez años. Muchos de los denunciados solían negar haber incurrido en delito y acusaban a la denunciante de ser “mala mujer”, otros atribuían el escándalo a una errónea interpretación de sus palabras. Las penas que la Inquisición impuso a estos clérigos fueron inicialmente duras (reclusiones, multas, azotes, galeras…), hasta que a lo largo del siglo XVIII se acostumbró a someterlos a ciertos ejercicios de reeducación.
Los inquisidores nunca consideraron que si la víctima era un niño o una niña era un agravante para imponer una mayor condena al abusador, pero sí tenían en cuenta si la relación con menores se producía desde una homosexualidad dominadora. Aunque el argumento habitual de los clérigos era que sodomizar a niños no era delito, así se lo hizo saber el fraile Manuel Arlostante a su víctima: “Cállate, mono, que no es pecado”. En todos estos abusos prevalecía la dominación jerárquica, fuese entre cura y niño, amo y criado, maestro y alumno... Uno de los casos más sonados fue el del noble Pedro Luis Galcerán de Borja, hijo del tercer duque de Gandía. Durante el proceso inquisitorial que comenzó en 1571 sus mismos pajes declararon haber sido agredidos sexualmente en numerosas ocasiones. Condenado a diez años de reclusión domiciliaria, fue rehabilitado en 1591 y nombrado virrey de Cataluña.
Los abusos sexuales ocultados/amparados por la Iglesia continuaron durante el siglo XIX. Francisco Vázquez García ha publicado un magnífico estudio (Pater infamis, Cátedra, 2020) donde reconstruye la genealogía del concepto “cura pederasta” en España entre 1880 y 1912, en tanto que pervertido moral producto de la represión sexual impuesta entre el clero. Fue el anticlericalismo republicano el que, durante aquellos años, inició una durísima campaña en la prensa contra estos curas por los abusos que cometían con menores y las consecuencias que se derivaban. Para los anticlericales, con esos actos los curas traumatizaban y afeminaban a los niños, y los convertían en inútiles para la familia y para los trabajos. Al mismo tiempo que se aireaba la sordidez más repulsiva de la institución eclesiástica y de parte de sus miembros, el republicanismo pretendió con esta campaña reducir el poder y la presencia de la Iglesia en el ámbito educativo. En conclusión, aquellos curas pederastas eran considerados “enemigos de la raza y de la nación”, y encima al servicio de una potencia extranjera como era el Papado.
Este anticlericalismo antipederasta e iconoclasta desembocó con violencia durante la Segunda República, y fue eliminado brutalmente por la represión franquista que contó con la estrecha y miserable colaboración de la Iglesia, de arriba abajo. Los abusos sexuales de los clérigos durante el franquismo continuaron, protegidos como estaban sus miembros por sus sotanas con las que campaban a sus anchas. Es extraño que el memorialismo histórico, con todas sus declaraciones y leyes, no haya subrayado en rojo y con mayúsculas esa complicidad eclesiástica con la Dictadura, ni haya puesto en duda las nefastas consecuencias que todavía perduran, material y moralmente de tal colaboración.
No sólo hubo y hay fosas que dejaron un dolor imborrable, hubo también muchas braguetas abiertas en colegios de y por curas que han quedado impunes. Quizás haya llegado la hora, no sólo de denunciar esos abusos, sino de abrir también un debate sobre la abrumadora, excesiva y bien financiada presencia de la Iglesia en la enseñanza primaria y secundaria, y aún más, sobre la continuidad de esta educación moral entre altos magistrados, rectores, banqueros, ministros, diputados, senadores, etc. Élites en femenino y en masculino. Aunque son debates distintos son también complementarios. Y quizás así se entendería por qué ha habido tanta impunidad, por qué ha sido tan compartido el silencio de los corderos y por qué sigue sin haber correspondencia proporcional y directa entre educación pública y laica y cargos de poder. En fin: “--Con la iglesia hemos dado, Sancho. --Ya lo veo y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura...”.