La primera vez que oí hablar de la soberanía europea, me resultó chocante, puesto que la soberanía es un concepto relacionado con la independencia de los Estados en tanto que sujetos de derecho internacional. Vincularla a una organización, como la Unión Europea (UE), que además fracasó en su intento de regularse por un tratado denominado Constitución Europea, y que fue lo que más se acercó a la idea de los Estados Unidos de Europa, todavía lo hacía más inverosímil. Pero ahí estaba.
Emmanuel Macron, en septiembre de 2017, pronunció un discurso sobre una "Europa soberana, unida y democrática" que defendía la capacidad de la Unión de existir en el mundo, como tal, con sus intereses y valores. Cuatro años después, la actual Presidencia francesa del Consejo de la UE, ha potenciado la idea de soberanía europea al convertirla en uno de sus ejes prioritarios de los próximos seis meses. Sobre todo, se quiere proyectar una Europa que sea vista con capacidad para actuar de forma parecida a un Estado independiente: control de fronteras y flujos migratorios, que pueda dirigirse a los demás interlocutores internacionales como un único sujeto en seguridad y defensa o ante cualquier desafío global. Es decir, una Europa que debería tener una política exterior propia.
Sin embargo, en el desglose del programa de presidencia, dicha proyección no comporta modificar las competencias entre los Estados miembros y la Unión, ni propugna una disminución de las soberanías estatales. A lo sumo, se propone mejorar las capacidades de coordinación y cooperación que son, por otra parte, tan necesarias para gestionar los poderes de los que ya dispone la UE. No se trata, por tanto, de reconvertirla en un Estado, pero sí de desarrollar al máximo su potencial. Huelga decir que el vínculo, soberanía europea-política exterior, no es del agrado de algunos partidos políticos representados en el Parlamento Europeo porque verían debilitado el poder de sus respectivas naciones.
La Comisión, por su parte, también se ha referido a la soberanía europea en varias ocasiones. Destaco un discurso de J. C. Juncker, sobre el estado de la Unión de 2018, en el que la vinculaba a una Europa fuerte y unida, pero que tendría que reforzar su papel de interlocutora única en las relaciones internacionales. De nuevo, esa aspiración de que actúe hacia el exterior como un solo sujeto. Sin embargo, recientemente, al ser preguntada sobre la base jurídica de la soberanía europea, la Comisión contestó que aludía a la autonomía de la Unión y su ordenamiento jurídico, es decir, la soberanía se limita a los poderes de los que ya dispone y no hay ampliación de funciones.
Entonces, ¿se trata de una propuesta política de a dónde debe dirigirse el proyecto europeo, pero que no se concreta en la reforma de los tratados o en una nueva cesión de competencias a la Unión? Algo así. Más bien parece un recurso comunicativo con la intención de agitar a la opinión pública europea y, llegado el caso, promover cambios. Nada esencialmente distinto de lo que ya se tiene; cosa que, ahora, me preocupa.
Suenan, desde hace días, tambores hostiles contra la seguridad europea. Nicolás de Pedro, en un artículo elocuentemente titulado Europa ante el abismo de la guerra, alertaba sobre la amenaza de Rusia que afecta no sólo a Ucrania sino también al espacio de paz europeo en un momento en que el liderazgo de la Unión sería muy necesario. Ante el desafío ruso, o bien se actúa desde los respectivos países miembros, desde la OTAN, o bien desde Europa, con más empuje y con una sola voz. La respuesta que demos decidirá si la soberanía europea avanza en concreción o, por el contrario, sigue en una entelequia. En tierra de nadie.