Hay una diferencia entre los exámenes de los alumnos que estudian, por ejemplo, historia y los que estudian periodismo. Propuesto el tema a desarrollar, el primero intentará volcar en el papel todo lo que sabe. Obtendrá mejor nota, probablemente, cuanta más información muestre dominar. Conviene mostrar reservas porque hay profesores de historia muy ideologizados. En un examen en el que había que explicar la desamortización de Mendizábal, el profesor suspendió a todos los que no dijeron que había sido un robo a la Iglesia (católica, por supuesto). A saber qué pensará hoy ese hombre sobre las inmatriculaciones.
El estudiante de periodismo, en cambio, lo primero que aprende es que la extensión es limitada: al periodista no le basta con saber, necesita también saber elegir. En la radio y la televisión manda el reloj; en los medios impresos, el espacio. Y en ambos casos, la publicidad. Las nuevas tecnologías han alterado algo estos parámetros: el espacio ya no es sagrado en los diarios digitales y el tiempo puede alargarse en los podcasts. Todo dentro de un orden que no afecta a los medios tradicionales.
Precisamente por esa limitación de tiempo/espacio, la función del informador es seleccionar lo relevante. Algo imprescindible en las ruedas de prensa que muchos políticos tienden a convertir en un mitin, sobre todo ahora que repreguntar es más difícil. Es labor del periodista eliminar la paja (y las mentiras).
Pero siempre hay quien confunde el periodismo con la publicidad. Por ejemplo, Televisión Española. Desde que fue nombrado presidente José Manuel Pérez Tornero (exmilitante socialista como mérito principal), se repite un día y otro una práctica perversa: se retransmiten en directo e íntegras las conferencias de prensa de los políticos. Puede que algunas de las que se producen tras el Consejo de Ministros merezcan ese tratamiento; no todas, desde luego. Muchas sólo producen tedio. Pero retransmitir la visita de Pablo Casado a unas vacas o las declaraciones de Adriana Lastra sobre cualquier cosa es una agresión al espectador. Salvo que el objetivo sea satisfacer a los partidos que luego deciden quién ocupa la presidencia de la corporación televisiva pública.
Es evidente que no se trata de un problema de los profesionales de la cadena. Durante la época en la que el PP la convirtió en su altavoz dieron muestras de capacidad e independencia protestando y, cuando han podido, han hecho trabajos meritorios. Pero en los últimos tiempos, parecen condenados a sufrir. Durante las pasadas fiestas navideñas, el circuito catalán eliminó algunos informativos dejando la exclusiva local a TV3. Seguro que no fue por falta de personal sino por mala organización. Y de eso es responsable su máximo dirigente.
Hay canales televisivos de los que cabe esperar poco. El caso más notorio fue, en su día, Canal 9 en Valencia. Por eso cuando murió apenas nadie salió en su defensa. En Cataluña pasa algo similar con TV3 y Catalunya Ràdio, emisoras cuyos mensajes son tan sectarios que sólo se sostienen, como los sermones en las misas, porque hay fieles que asumen las opiniones como hechos, más allá de la razón y la experiencia.
Hace unos días Castilla y León (gobernada por el PP) ha decidido que Televisión Española no puede emitir debates electorales porque no pertenece a la región. En su lugar, esos debates se harán en emisoras que emiten por concesión del gobierno popular, es decir, domesticadas. Si un ejecutivo catalán hubiera tomado una decisión así se hubiera armado Troya, con Inés Arrimadas al frente en plan Agustina de Aragón.
Así están las cosas: el PP privatiza las cadenas porque dice confiar en la iniciativa privada, y las subvenciona luego para que no pierdan dinero, mientras interviene en las públicas con fiereza estalinista; el PSOE y Podemos, en cambio, permiten que se degrade el valor de la televisión pública, con ruedas de prensa inútiles y programas de una vulgaridad ramplona. Ocurre ahora con RTVE, pero ha pasado antes en las autonómicas gobernadas por la izquierda. La televisión andaluza era ya en época del PSOE un canal folclórico, entendido el folclore como se entendía en tiempos de Franco: conservador, tradicionalista y cutre.
Sólo los nacionalistas catalanes se mantienen fieles a su modelo: utilizan la cadena como si fuera suya, convertida en un arma contra cualquier tipo de disidencia.
Unos y otros han transformado las emisoras en vehículos publicitarios. Lo único que sigue siendo verdaderamente público es el déficit, que corre a cuenta de todos los españoles.