Lo han vuelto a hacer. En la ciudad de Vic, una turba de airados independentistas hostigó hasta la nausea a una comitiva del PP encabezada por Alejandro Fernández. No es la primera vez que esto ocurre. Con anterioridad Inés Arrimadas y Ciudadanos fueron objeto de acoso callejero e insultos; pocos días antes una sede socialista fue vandalizada. Algunas universidades también han sido, y siguen siendo, escenario de caza de brujas y peroratas inquisitoriales al por mayor. Que se lo pregunten a los miembros de S’ha Acabat! Está visto que la violencia verbal, al igual que la de los puños y la algarada, gozan de predicamento en algunos círculos independentistas del país.
Una democracia moderna tiene la obligación de garantizar a todos los actores políticos la libertad de expresión y la seguridad en el ejercicio de la misma. Visto lo acontecido en la capital de Osona, cualquier ciudadano podría pensar que el conflicto no es gratuito sino consecuencia de la decisión de la alcaldesa de vetar la instalación de una carpa al PP. Si desde cargos institucionales de los partidos que sostienen el Govern se hace la vista gorda a este tipo de incidentes --al igual que con los cortes de la Meridiana-- la convivencia se resentirá y el conflicto aflorará descontrolado. Pero permítanme que vaya un poco más allá. En este tema el problema es tanto de forma como de fondo, de actitudes agresivas como de palabras inapropiadas. No vale catalogar como fascista al adversario político; tampoco bloquear su canales de participación, propaganda política o espacio comunicacional. Todo ello es, a medio plazo, contraproducente. Al adversario se le vence democráticamente con argumentos y votos, jamás con persecución, censuras y prohibiciones.
En estos tiempos de zozobra, no estaría de más que alguien recuperara el hábito de lo que en su día se llamó lucha ideológica, el convencer para vencer. En Cataluña quien quiera derrotar al PP (más aun de lo que ya lo está) o a Vox, hará bien en ponderar los efectos colaterales de situaciones como las de Vic. De ellas siempre suelen salir mejor paradas las víctimas que los agresores. Apedrear el autocar de Vox, pincharle las ruedas o insultar a Garriga es un proceder impropio de demócratas.
Tildar de fascistas a adversarios que se presentan pacíficamente a las elecciones democráticas es banalizar lo que representó el fascismo en Europa y España. En este sentido comparto las tesis de Manuel Cruz cuando nos dice que “la izquierda está apostando demasiado al elemento atemorizador de la extrema derecha”; al mismo tiempo Cruz nos plantea que las izquierdas han de hacer sus deberes y que, por sí sola, la denuncia de Vox no es más que el recurso de los que andan escasos de argumentos.
Pobres argumentos los de la alcaldesa de Vic para prohibir la carpa del PP y mucho primitivismo estomacal el de los individuos que acosaron a Alejandro Fernández. Y puestos a pedir discurso y combate de ideas, es del todo recomendable echar un vistazo al último libro de Manuel Valls, Zemmour, l’antirépublicain, en el que el ex primer ministro francés nos ofrece un lúcido análisis de la ideología y la acción política del ultra galo que se va a presentar a las próximas elecciones. Y lo hace defendiendo con agudeza --comme il faut-- los valores republicanos hijos de la Revolución Francesa. Su brillante reflexión, salvando las distancias, sirve para España y puede iluminar la mente a más de un adicto a la bronca callejera.