En una entrevista en The Guardian, publicada el pasado 26 de diciembre, el ministro Alberto Garzón declaró: “Las macrogranjas contaminan el agua, el suelo y exportan carne de mala calidad de animales maltratados”. Aunque tiene parte de razón en sus manifestaciones, ha cometido una gran equivocación y ha causado un notable perjuicio al sector ganadero.
Cualquier miembro del Gobierno debería conocer tres reglas básicas: los trapos sucios se lavan en casa, el BOE puede transformarlos en ropa de diseño y jamás una declaración suya ha de afectar negativamente a los intereses internacionales de un sector económico o a una parte de él. Garzón ha incumplido las tres y no ha sido ninguna sorpresa que lo haya hecho. A pesar de que su trabajo ahora es el de ministro, sigue actuando como un activista.
La intención del responsable del Ministerio de Consumo era loar la ganadería extensiva y criticar la intensiva. En la primera, los animales están sueltos una parte del día y se alimentan preferentemente de pastos. En la segunda, los cerdos, las vacas o los pollos viven en establos o naves, tienen una capacidad limitada de movimientos y comen pienso. Su ingenuidad le impidió comprender que en la memoria de los lectores extranjeros la entrevista quedaba resumida en una única frase: “España exporta carne de mala calidad”.
La modalidad intensiva supone la industrialización de la ganadería y le permite recorrer un camino previamente efectuado por la agricultura. Esta lo transitó hace décadas cuando los agricultores empezaron a utilizar tractores, cosechadoras, semillas transgénicas, abonos inorgánicos y pesticidas artificiales. No les fue mal, sino muy bien, pues les permitió disfrutar de una mayor nivel de vida.
En la ganadería, la construcción de medianas y grandes granjas pretende mejorar la productividad de las instalaciones y ofrecer a los consumidores muchos más kilos de carne a un importe más bajo. También proporcionar a sus propietarios una elevada rentabilidad a medio y largo plazo, aunque éstos a veces pierdan dinero a corto. Así sucede si en el proceso de crianza de los animales el precio por Kg baja significativamente y aumento mucho el de los piensos y la electricidad.
En una analogía textil, la modalidad intensiva serían los artículos de Zara o H&M y la extensiva los fabricados por Hugo Boss y Burberry. Es indudable que muchas familias trabajadoras no pueden comprar prendas de las últimas empresas. También que tendrían menos posibilidades de comer carne si solo existiera el último tipo explotación ganadera.
Ambas modalidades tienen un hueco en el mercado. No obstante, la extensiva solo poseerá uno significativo si es capaz de diferenciar su producción de la efectuada por la intensiva, convence a los consumidores de que sus productos tienen una superior calidad y consigue que estos paguen un mayor precio. Los productores españoles de jamón gourmet han logrado los tres objetivos, pues la mayoría de los ciudadanos por la vista y el gusto saben distinguir una pata ibérica de una de bodega (cerdo blanco).
Sin embargo, en ningún otro tipo de carne los ganaderos clásicos han conseguido un éxito similar, pues ni han realizado una gran campaña de publicidad para prestigiar sus productos, ni éstos son visualmente fáciles de distinguir de los de la otra modalidad ni poseen un etiquetado sustancialmente diferente. Los propietarios de ganaderías extensivas deberían recordar que la obtención de un buen producto no es una garantía de éxito, sino que éste necesariamente deber ser complementado por una buena gestión comercial.
Desde el punto de vista económico, los resultados proporcionados por la ganadería intensiva son excelentes. Sus mercancías tienen un gran éxito en el extranjero y han convertido a nuestro país en el quinto exportador cárnico del mundo y el primero en los productos derivados del cerdo.
No lo son tanto en materia de creación de ocupación, pues la elevada automatización de las instalaciones hace que se creen muy pocos puestos de trabajo por cada 100 animales. A pesar de ello, son los principales generadores de empleo en muchos municipios de menos de 1.000 habitantes.
Sus principales problemas son los malos olores y la formación de purines (excrementos mezclados con agua). Los últimos contaminan los acuíferos (en Cataluña afectan al 70%) y los terrenos agrícolas. La normativa actual es insuficiente para impedir sus externalidades negativas que son muchas más de las imprescindibles.
Es necesaria una regulación que incluya normas más exigentes, aumente el número de inspectores y permita un control más estricto de las granjas. Si hemos conseguido evitar la contaminación de los ríos, también podemos lograr una reducción considerable de los efectos perjudiciales de dicha modalidad de ganadería sobre el territorio. Es principalmente una cuestión de prioridades y presupuesto.
En definitiva, el ministro Garzón acierta cuando manifiesta que una sustancial parte de la ganadería intensiva contamina el agua y el suelo. En cambio, falla al considerar implícitamente que hay muchas macrogranjas en España, pues según el Ministerio de Agricultura la mayoría de las explotaciones son de pequeño y mediano tamaño. De las 780.000 existentes, no llegan a 40.000 las de gran dimensión.
También erra cuando indica que la carne española producida por la ganadería intensiva es de mala calidad. Su gran aceptación en el extranjero demuestra claramente que no es así. Aunque su principal ventaja sea el precio, los estándares de producción españoles aseguran que cualquier producto alimenticio fabricado en nuestro país no tiene nada que envidiar a la mayoría de las mercancías elaboradas en el resto de las naciones avanzadas. Debido a ello, me parece muy bien que haya medianas y grandes granjas, siempre que los efectos perjudiciales de estas sobre la población más próxima, el agua y el suelo se reduzcan sustancialmente.
Como sucede con otros dirigentes de Unidas Podemos, Garzón señala los problemas generados por una actividad, obvia sus ventajas y no ofrece ninguna medida para resolver las complicaciones. En el actual caso, solo se limita a señalar la conveniencia de que la ganadería extensiva sustituya a la intensiva, sin que para él tengan importancia alguna el aumento del precio de la carne, los empleos perdidos y el déficit generado en la balanza comercial.
En resumen, el ministro de Consumo ha hecho un Luis de Guindos, quien con unas patosas declaraciones en el Financial Times precipitó el rescate financiero de España. Ambos en una entrevista con dos distintos periódicos británicos han demostrado una increíble ingenuidad. Una característica que ningún político debería tener y una de las que probablemente más les disgusta a los ciudadanos. España ha sido, es y será un país de pillos. Por nuestro bien, es lo mínimo que esperamos que sean nuestros dirigentes.