La política catalana transmutó hace casi una década. Desde entonces ningún análisis sobre el mapa ideológico resiste los argumentos tradicionales de izquierda o derecha. El llamado eje nacional puso sobre la mesa un elemento disruptivo y novedoso que hace imposible mantener las miradas reflexivas clásicas sobre el tablero.
Hace unas semanas han comenzado su andadura dos iniciativas políticas que abundan en un elemento redundante de la sociología catalana: la atomización. Se trata de Centrem y de Valents, proyectos de sendos partidos políticos con intenciones electorales.
En Cataluña todo el mundo quiere mandar. Si se mira el mapa empresarial, la autonomía catalana es la que cuenta con más asociaciones representativas que operan del territorio español. Son patronales, gremios, lobbys, grupos de interés, agrupaciones de polígono o cualquier otro sistema que permita el ejercicio de pequeñas parcelas de poder.
Sucede similar en otros ámbitos. El cultural, el social o hasta el ocio puede fragmentarse hasta niveles minúsculos. Cualquiera quiere presidir y dirigir un grupo excursionista, una agrupación sardanista, un esbart de danza, una microasociación de comerciantes, un club de ajedrez, una tertulia local, una peña deportiva o lo que sea. No importa que haya muchas, que se solapen y compitan entre ellas. Cada quien quiere su rincón de relevancia y poder, aunque para darle credibilidad se atribuya a la riqueza asociacionista.
Cataluña es así. Y en la política española el Parlamento catalán siempre tuvo más representantes políticos que el español. Más fragmentación partidaria que el resto, con la que solo competía a distancia el País Vasco. El procés fue el único momento en el que se invirtió esa tendencia. Los antiguos convergentes y los emergentes republicanos se inventaron Junts per Sí y después unos gobiernos de coalición que se han demostrado inventos inútiles por cuanto los catalanes queremos volver a lo nuestro, que es cada uno a lo suyo.
De ahí que la buena voluntad con la que Àngels Chacón, Mon Bosch y otros lanzan el partido heredero de CiU tiene más de fe de intenciones que de posibilidades reales. Amparados en los restos municipales del PDECat, en la impulsiva insistencia de Fernández Teixidó, en el rencor acumulado de Germà Gordó y en otros personalismos análogos, el invento de Centrem parece condenado al fracaso antes de nacer. Nacimiento, por otra parte, simbólico: el último día de los inocentes.
Pasa algo análogo con la iniciativa localista de Valents, capitaneada por Eva Parera, quien en ausencia de su valedor Manuel Valls intentará también armar una oferta electoral que pueda competir en las elecciones municipales de Barcelona en un espacio que ocupó Ciudadanos y que hoy se revela huérfano de futuro.
El centro político catalán ha saltado por los aires. Entre otras razones, porque el nacionalismo nunca vivió en el centro, siempre fue de derechas. Otra cosa es que para gobernar y sostener el poder a cualquier coste hizo pequeñas concesiones a la izquierda que parecían moderar su posición original. El centro natural catalán no existe como tal, es una resultante de que las derechas y las izquierdas alcanzan la gobernación y se convierten en posibilistas y pragmáticos dirigentes para evitar su desalojo inmediato.
No tienen mucho futuro, por la inocencia fundacional, ninguna de ambas formaciones nuevas. Nacidas de las cenizas de la extinta CDC, para la gran mayoría su virtualidad estriba en la capacidad de erosionar algo de voto a los dos partidos (JxCat y ERC) que realmente compiten por la barra de pan del supuesto centro nacionalista (la moderación, el seny y esas milongas superadas) y no por las migajas electorales. Si piensan en pescar en el electorado de Ciudadanos que convirtió a Inés Arrimadas en la cabeza de lista más votada en las elecciones catalanas también lo llevan claro. Ese contingente de votantes tiene poco de nacionalista centrado y se refugiará entre la abstención, la radicalidad de Vox, la recuperación lenta del PP y la seriedad que se les aparenta dudosa de Salvador Illa y el PSC.
Ni Centrem ni Valents nacen como iniciativas de peso con capacidad para darle la vuelta al mapa político autonómico. Ni son frescos, renovadores, ni se han ganado la confianza de los poderes más ocultos y reales de la ciudad. Son una muestra más de esa tendencia a la atomización que parece presidir cualquier descripción de la idiosincrasia catalana. Lo único estimulante de esos proyectos engarza con la frase popular: cuantos más seamos, más reiremos. Pero más allá del espectáculo de personalismos al que nos tocará asistir, nada nuevo en el horizonte. Lamentable, pero real.