A raíz de la última columna “En defensa del catalán” algunos amables lectores me mostraron su acuerdo y me venían a señalar que, más allá de consideraciones acerca de la lengua, en Cataluña habíamos renunciado a la amabilidad y al sentido del humor. Sucede, en mayor o menor medida, en todo un mundo golpeado por una crisis tras otra, y eso que hemos dejado de ver a diario el semblante abrupto de Donald Trump, aunque ahí permanece Vladimir Putin. Pero en el caso de Cataluña la deriva es especialmente notoria. Tenían toda la razón mis agudas lectoras. Y es preocupante.
Desde que yo recuerdo, Cataluña ha destacado por su cordialidad y su fina ironía. Quizás la mejor muestra de ello sea la cantidad de artistas que han hecho sonreír a toda España. De manera rápida, uno recuerda a humoristas como Mary Santpere, Cassen, Joan Capri o Eugenio; a grupos como La Cubana, Els Comediants o El Tricicle, o a la música de La Trinca y Dodó Escolá. No sólo eran muy buenos, eran distintos y genuinos del país. Y todo esto se ha perdido.
Pero, además, esa amabilidad era uno de nuestros grandes activos económicos. Sin estado propio, recursos naturales ni industria pesada, el hecho diferencial catalán ha sido su convivencia y su buen hacer en el comercio, la producción y la cultura. Eso que viene a denominarse soft power. Por ello, hemos sido centro de atracción y gran referencia de la modernidad española en muchos ámbitos.
Ahora, pese a todo, esta nueva economía sustentada en internet nos brinda una oportunidad extraordinaria para recuperar dinamismo perdido, pues privilegia las ciudades arraigadas, abiertas, creativas y acogedoras. Y pocas urbes en el mundo cumplen con tantos requisitos como Barcelona y Cataluña en general.
Pero, para ello, hemos de empezar por recuperar nuestra amabilidad tradicional y olvidarnos de estar constantemente enfurruñados. Para eso ya están Vladimir y los suyos. Volvamos a sonreír. Es lo que mejor se nos da.