El pasado 27 de diciembre, Hèctor López Bofill, profesor de la UPF, lamentaba en un tuit “el terror absoluto” que, según él, le provoca al independentismo la posibilidad de que haya muertos en “un conflicto de emancipación nacional”. No era la primera vez que apuntaba en esa dirección: en 2016, con motivo del asesinato de la diputada laborista Jo Cox, aseguró que toda transformación constitucional profunda pide muertos.
Entonces recordé, casi como un acto reflejo, unas declaraciones que realizó Jordi Cuixart el pasado mes de septiembre, en las que aseguraba que el propósito último del independentismo era salvar a la humanidad. Al leer la noticia, pensé en escribir un artículo analizando esas palabras, y en el primer esbozo que compuse mentalmente el tono que pensaba imprimirle parecía claro: iba a ser un artículo serio, incluso solemne, en el que iba a incidir en el peligro de visiones milenaristas o mesiánicas. Sin embargo, justo a los pocos días, leí un artículo de Albert Soler en el que el periodista señalaba la dimensión grotesca de un propósito tan desmedido. El sarcasmo del artículo de Soler provocó que revisara mi planteamiento: parecía innegable el matiz irrisoriamente hiperbólico de las palabras de Cuixart.
Pero, al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en algo que siempre me había llamado la atención del personaje: la mirada y el gesto de Cuixart cuando se sentía protagonista de la Historia. Por ejemplo, cuando lo vimos encaramado a un coche de la Guardia Civil alentando a las masas en el asedio a la Consejería de Economía o, también, cuando estuvo sentado en el banquillo de los acusados en el juicio por rebelión en el Tribunal Supremo. En aquellas escenas siempre percibí en la mirada y el gesto de Cuixart la concreción de una convicción inquebrantable, la de aquel que cree haber sido elegido para trascender su tiempo y su época porque le ha sido encomendada una misión salvadora.
Sin duda, el actual contexto, en el que las aguas parecen bajar menos revueltas, favorecería de algún modo la caricaturización del empeño de Cuixart. Es decir, desde la sensación de haber soslayado las consecuencias más aciagas que planearon durante aquel otoño de 2017 y desde la creencia más optimista de que no volveremos a aquella efervescencia política que lo encanalló todo, parecería que la dimensión histriónica de la afirmación de Cuixart constituiría su relieve más visible. Pero no habría que olvidar que afanes como el de Cuixart, impregnados de esa suerte de mística redentora, tuvieron un efecto real en el ánimo de mucha gente que se convenció de que había que llevar hasta sus últimas consecuencias el desafío al Estado de Derecho, con el consiguiente riesgo de conflicto civil que eso supuso. Y no habría que olvidar, tampoco, que en el reverso de las palabras de Cuixart están las palabras de López Bofill: el convencimiento de que un propósito superior incluso vale el sacrificio de vidas humanas.
Además, quiso la casualidad que el mismo día que leí las declaraciones de Cuixart me encontrara con la entrevista que Daniel Gascón realizó a Edmund Fawcett con motivo de la publicación en España de su magnífico ensayo Sueños y pesadillas liberales del siglo XXI (Página Indómita, 2019). Todas las respuestas me parecieron lúcidas y ponderadas, pero sobre todo reparé en la afirmación que titulaba la entrevista. Decía Fawcett que el liberalismo --entendido este como la praxis política que sostiene las democracias liberales-- es muy aburrido, pero que esa es la única manera decente de hacer las cosas.
No pude evitar comparar esa aseveración con la de Cuixart --y ahora con la de Hèctor López Bofill--, por tratarse de concepciones antagónicas: por un lado, la política como revolución, y, por el otro, la política como reformismo. Entonces --como ahora-- pensé en algo sobre lo que ya había reflexionado otras veces: lo poco atractiva que resulta esta última concepción de la política, tan funcionarial y aséptica, tan alejada de la pasión que nos mueve a menudo. Y, sin embargo, esa parece la única forma de garantizar la libertad que apuntala el andamiaje de nuestras democracias, porque, en el otro extremo, como se infiere de las palabras de Hèctor López Bofill, y por decirlo con Isaiah Berlin, "si uno está verdaderamente convencido de que existe una solución para todos los problemas humanos, [...] entonces mis seguidores y yo debemos creer que ningún precio es demasiado alto para abrir las puertas de semejante paraíso".