La última polémica generada a raíz de las declaraciones del ministro de Consumo Alberto Garzón al diario británico The Guardian es la prueba más palpable de que al Gobierno de Pedro Sánchez le sobran ministros (y cuando escribo ministros quiero decir también ministras, claro está). Además del presidente, el Ejecutivo español lo forman 22 miembros con una espectacular dispersión de carteras que obedece a criterios de interés partidista en el marco de una coalición del PSOE con Unidas Podemos.
Hay ministerios que no tienen ningún sentido porque son solo una etiqueta. Anuncian temas importantes pero que deberían situarse en el marco de otros ministerios como direcciones generales o, como máximo, secretarias de Estado. Ocurre con Consumo, que normalmente se englobaba dentro de los ministerios de Industria y Comercio o Sanidad, pero lo mismo se puede decir del ministerio de Igualdad, que encabeza Irene Montero, cuyo objetivo es eminentemente transversal. Lo mismo ocurre con Derechos Sociales y Agenda 2030 de Ione Belarra, cuyas competencias son nulas porque ya hay un ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, que dirige José Luis Escrivá, una vicepresidencia segunda de Trabajo y Economía Social con la carismática Yolanda Díaz, y una vicepresidencia tercera para la Transición Energética y el reto demográfico, con Teresa Ribera de titular. Lo mismo podría decirse de l ministerio de Universidades, que ahora dirige Joan Subirats, teniendo en cuenta que hay dos ministerios de mucha más enjundia, el de Educación y Formación Profesional, cuya titular es Pilar Alegría, y de Ciencia e Innovación, que dirige la desconocida Diana Morant. Que Universidades sea un ministerio no obedece a ninguna otra lógica que la de completar la cuota de Unidas Podemos. En realidad, en el Gobierno la única persona de la formación morada que ocupa un cargo con verdadera sustancia ministerial y que, además, ha demostrado competencia técnica y empaque político es la vicepresidenta Díaz. Por eso brilla con luz propia.
Más allá del ruido que las palabras de Garzón han generado, y con las que él ha demostrado una vez más su don de la inoportunidad como ayer escribía Joan Ferran, el problema de fondo estriba en que es titular de una cartera vacía, sin contenido real, que no gestiona nada en el marco de un Estado muy descentralizado. De ahí que el ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, Luis Planas, le haya leído la cartilla y dado un repaso monumental con datos muy solventes sobre el fondo de la cuestión en una entrevista en Onda Cero en la que calificó de “desafortunadas” esas declaraciones y no quiso pronunciarse cuando el periodista Carlos Alsina le preguntó si el ministro de Consumo era la persona indicada para ocupar ese puesto.
Fue una desautorización en toda regla, que se suma a la crítica implícita de Sánchez cuando en la Cadena Ser lamentó profundamente la polémica desatada por su ministro. Si Garzón ha sido inoportuno no es porque su crítica genérica a las llamadas macrogranjas sea incorrecta, ni tampoco novedosa, sino porque demuestra que no sabe exactamente de lo que habla, que no conoce bien el paño de la industria agroalimentaria en España. Sus palabras, tergiversadas por la oposición en vista a las elecciones en Castilla y León, pero más propias de una tertulia o como discurso genérico, del mismo tono que cuando recomendó reducir el consumo de carne roja, crean confusión en boca de un ministro. Inevitablemente han sido mal recibidas por los ganaderos porque pueden servir para poner en duda la calidad y seguridad de las importantes exportaciones cárnicas de nuestro país. Sánchez no lo cesará, evidentemente, porque eso abriría una crisis en el Gobierno de coalición, pero Garzón por dignidad personal debería irse tras tantas reprimendas y censuras. Pablo Iglesias también entendió en su día que restaba más que sumaba, y ahora es más feliz como comentarista de la actualidad. El líder de Izquierda Unida debería seguir sus pasos.