Algunos grupos ecologistas y colectivos animalistas sostienen que la ganadería intensiva, las llamadas macrogranjas, son perjudiciales para la salud de las personas y el medio ambiente. Argumentan que sus actividades contaminan las aguas, ocupan grandes extensiones de terreno, provocan emisiones de efecto invernadero y que, el cultivo de alimento para el ganado, contribuye a la deforestación. Los animalistas, además, no dudan en poner el acento en la crueldad con que son sacrificados los animales en estas factorías productoras de carne.
Algo de verdad, o mucha verdad, hay en estas afirmaciones. Quizás por ello --antes de que Alberto Garzón agitara el avispero-- tanto el ejecutivo español como algunos gobiernos autonómicos están legislando al respecto procurando atenuar los efectos nocivos y los perjuicios sociales de estas actividades. Lo intentan incentivando la ganadería extensiva y un pastoralismo respetuoso con el territorio y el clima.
Hay que recordar que el ministro de Consumo del Gobierno de España, con sus comentarios sobre la carne roja, provocó hace unos meses réplicas, chanzas, chascarrillos y frases jocosas destinadas a engrosar el anecdotario político español. Recuerdo, sin ir más lejos, la pose socarrona del presidente Pedro Sánchez, asido al atril, afirmando: “A mí, donde me pongan un chuletón al punto, eso es imbatible”. En un país de barbacoas y parrillas ningunear los productos cárnicos tiene su enjundia. En este sentido me abstengo de opinar acerca de las propiedades organolépticas de las exportaciones de vacuno español comentadas por el ministro en el diario The Guardian.
Las iniciativas de Garzón no solo han revolucionado el mundo rural en más de una ocasión, sino que también han generado polémica en otros ámbitos de la producción, la comercialización y el consumo. Cuando convocó una huelga de juguetes, antes de las fiestas navideñas, para sensibilizar a la infancia sobre la publicidad sexista, también corrió la tinta. Buenas intenciones y algunas razones no le faltan a Alberto Garzón pero yerra en exceso y actúa a destiempo. Lo cierto es que él, y muchos de sus correligionarios de Unidas Podemos, no poseen el don de la oportunidad, ese don adquirido que permite al político avezado hacer lo que procede, decir lo oportuno e incluso callar si conviene.
Hay quien opina que hoy en día la izquierda de la izquierda, eminentemente urbanita y académica (la de la "esquinita" en terminología Yolanda Díaz) se mueve con enunciados preñados de ideología, al tiempo que deviene incapaz de ofrecer soluciones a los problemas de la vida cotidiana. Así las cosas, temas sociales como la carestía de la vida, el precio del combustible, los alquileres, la seguridad ciudadana o la movilidad son terreno abonado para populismos de todo tipo; también, como ocurre en algunos países europeos, para el estallido de una ira social acumulada hija del confinamiento y las restricciones. Las movilizaciones de los chalecos amarillos, desbordando las lógicas de los sindicatos y los partidos clásicos, merecen ser estudiadas con atención. No propongo renuncias programáticas, tampoco silencios cobardes, pero el ciudadano desea que sus gobernantes le cuenten la verdad sin improvisar y cuando toca. ¡Faltaría más!
Insisto en reclamar ese don de la oportunidad que algunos obvian instalados en sus atalayas ideológicas. Alberto Garzón ha alborotado el mundo rural con sus comentarios en la prensa británica en el preciso momento en que el campo ruge contra el alto precio del gasoil y el bajo precio de la leche y los productos en origen. No hace mucho una concejal de Barcelona, Janet Sanz, en plena crisis de la Nissan, arremetió contra la industria automovilística; otros/as lo hicieron contra los cruceros, el turismo... Manca finezza y don de la oportunidad en algunos gestores de lo público de este país. También sobra el oportunismo de los que, aprovechando la bisoñez de algunos gobernantes, se suman a la mofa y el descabello. Ahora pienso no solo en la Santa Oposición sino, también, en los Page-Lambán que se apuntan a un bombardeo.