A raíz de la sentencia firme del Tribunal Supremo que establece el mínimo de 25% de horas en castellano y del caso de la familia de Canet de Mar que solicitó su aplicación en la escuela de su hijo, hemos vuelto a escuchar, en cascada, uno tras otro, repetidos como una oración en un templo, los mismos argumentos de siempre para justificar la inmersión lingüística.
Uno muy socorrido es el que han esgrimido en las últimas semanas políticos como Gabriel Rufián y Alberto Garzón: una de las razones principales para que un niño castellanohablante en Cataluña no pueda recibir una parte --insisto: una parte-- de la enseñanza en su lengua materna sería que el castellano no está en peligro, a diferencia del catalán. Se podría intentar desmontar el argumento incidiendo en la dudosa veracidad de una de sus premisas: el catalán, con cerca de diez millones de hablantes, ocupaba, según una publicación de Ethnologue de 2013, el puesto 88 en la clasificación de lenguas más habladas en el mundo, y, según un informe de Plataforma per la llengua de 2014, era la decimocuarta lengua más hablada de la Unión Europea. Según la propia revista Ethnologue existirían alrededor de 7.097 lenguas en el mundo. Con esos datos, si atendemos solo al número de hablantes, habría unas 7.000 lenguas en mayor peligro que el catalán.
Sin embargo, aunque fuera cierta la premisa, lo que más me llama la atención del argumento es la relación de correspondencia que se establece entre lo particular y lo general, incluso entre lo concreto y lo abstracto: suponiendo que las lenguas se puedan considerar entes sujetos de derechos --y ya es demasiado suponer--, un derecho colectivo justificaría la vulneración de un derecho individual. O lo que es lo mismo: el derecho a la educación en lengua materna, en una sociedad bilingüe, solo podrían ejercerlo aquellos que hablaran la lengua considerada en posición de inferioridad. De hecho, esa es la situación que se vive en la escuela catalana: los niños catalanohablantes reciben la enseñanza en su lengua materna y los castellanohablantes, no. Así de simple.
A este respecto, nunca está de más recordar las palabras del diputado Ramon Trias Fargas, dirigente de CDC, durante el debate sobre el artículo 3 de la Constitución que tuvo lugar en 1978 en el Congreso de los Diputados. Allí dijo cosas como que la enseñanza en lengua materna era un derecho del hombre y un requisito pedagógico de máxima importancia, que el trauma que supone el tránsito de la familia a la escuela se complicaba extraordinariamente con el paso de un idioma a otro, y que ellos nunca iban a obligar a un niño de ambiente familiar castellanohablante a estudiar en catalán. Ahí es nada.
Pero, más allá del flagrante cambio de rumbo del discurso nacionalista, me interesa volver a esa relación entre lo general y lo particular del argumento de Rufián y Garzón. Se me han ocurrido durante estos días múltiples analogías que mostrarían la perversidad del argumento. Mientras pensaba en cómo formularlas para no ser acusado de estar utilizando el método de reducción al absurdo, recordé un episodio de mi infancia. Tendría yo diez u once años y estaba pasando la tarde con unos amigos del pueblo donde vivía. Nos movíamos por un descampado que había cerca de mi casa. Y en algún momento, el que ejercía de líder del grupo, un chaval dos años mayor que yo, capturó una rana. Poco después cogió un tetrabrick que encontró por allí tirado, metió la rana dentro y dijo que le iba a prender fuego. Me acerqué a él para intentar detenerlo: le dije que pobre rana, que no se merecía aquel sufrimiento. En aquel instante pegó su cara a la mía, me miró muy fijamente y me dijo: “Pero, Iván, ¿tú sabes la de ranas que hay en el mundo?”.
Nadie pondrá en duda que la justificación de mi amigo fue despiadada. Pero no me dirán que, aun tratándose de situaciones diferentes, su coartada no se parece como una gota de agua a otra a la esgrimida por Rufián y Garzón. Y entonces cabe preguntarse por qué lo que aceptamos que no vale para un caso sí debería valer para el otro.