Desde que Iván Redondo apuntó, en un artículo para La Vanguardia, que Yolanda Díaz podía llegar a ser presidenta del gobierno de España, comenzaron a sonar alarmas. El consultor, metido a articulista, puso el motor de los rumores en marcha. Insinuo, frívolamente, que otro futuro era posible para la izquierda española; eso sí, un futuro aventurero, imperfecto, brumoso e indefinido. Atentos al hipotético espectáculo coral que se avecina algunos medios de comunicación también han optado por participar como animadores del cotarro. Convertir en estrella mediática, aunque sea por un tiempo, a un político/a en activo siempre da juego informativo. A la vicepresidenta del gobierno Sánchez, en La Sexta, le ríen las gracias y ella se deja querer. No hay nada más bello en el mundo que aparecer como abogada de los débiles y defensora de los desposeídos. Por desgracia la ética de la responsabilidad solo se les exige a los que, en última instancia, les toca decidir. Los demás pueden jugar tranquilamente a ser Robin Hood.
Dicen que Yolanda Díaz es comunista. Poco importan las etiquetas. Quizás posea el carnet del PC pero es evidente que no viste con el típico guardapolvo color azul de los maoistas, tampoco con la trenca castrista o las camisetas anuncio de los chicos de la CUP. Nada de eso. A la vicepresidenta le gustan los trajes chaqueta de corte elegante y los vestidos largos útiles para todo tipo de eventos. Su discurso amartelado eclipsa el de Irene Montero, descoloca a Ione Belarra y la pone de los nervios. Disfruta recitando una oda, la enésima, a la transversalidad, como si ello fuera el antídoto que sana todos los males. Yolanda Díaz se prodiga en los medios, radio y televisión. Recientemente ha manifestado su voluntad de salir de la "esquinita" de la izquierda para pasear libre por las alamedas lejos de las dos orillas.
Ha afirmando que los partidos son percibidos como "un obstáculo" por el ciudadano y que urge "construir un proyecto de país". Nada nuevo en botica. En Francia e Italia llevan tiempo creando plataformas electorales de derechas e izquierdas, a veces exageradamente personalistas, con resultados dispares. Oyendo las palabras de Yolanda Díaz, y a pesar de su falta de concreción, me viene a la memoria la "alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura" que predicó Santiago Carrillo como linea estratégica de un PCE que soñaba con conquistar la hegemonía política y social (Gramsci da mucho juego). Quien tuvo retuvo, y lo de la vicepresidenta es probable que tan solo sea un aggiornamento de las viejas tesis del eurocomunismo para la España del siglo XXI. A fin de cuentas no nos propone conquistar el poder de forma monolítica, como los viejos bolcheviques, sino "participada".
En el seno del PSOE, respecto a los movimientos de Díaz, hay diversidad de opiniones. Unos desean que las cosas le vayan bien, que su propuesta sea capaz de capturar los votos de la izquierda nómada o trashumante para seguir gobernando en coalición. Otros en cambio, la memoria histórica pesa mucho, desconfían.
Los dilemas a los que se enfrenta Yolanda Díaz son, y serán, múltiples y diversos. A nadie se le escapa que su discurso no casa demasiado bien con el de algunos sectores de Unidas Podemos. La izquierda radical siempre han recelado de los personalismos. Su embrionario proyecto, en caso de prosperar, deberá dotarse de un programa político, un nombre y una estructura organizativa útil no solo para la agitación social, sino también para la presencia territorial y el combate electoral. De momento todo son fotos de amigas, ideas difusas y poca cosa más. Deberá protegerse de una presencia excesiva en el circuito mediático. Aparecer en pantalla hasta la saciedad no siempre se salda con un aumento de popularidad. Algunas veces la omnipresencia devalua el mensaje y la credibilidad del emisor. Los riesgos de errar se multiplican y los adversarios acechan. Pablo Iglesias le puede indicar, con conocimiento de causa, qué camino es el del cielo y cual de ellos conduce inexorablemente al purgatorio.