En la medida en que arraiga el malestar social, la idea del decrecimiento va cogiendo fuerza. En esta misma columna, hace unos meses me refería a dicho movimiento y lo hacía reconociendo a quienes lo secundan, pues se les tiende a despreciar de manera automática. La mayoría de sus defensores son personas cuya situación se va deteriorando, incluso en pleno crecimiento y que, además, perciben cómo la amenaza medioambiental va muy en serio. ¿Cómo no van a considerar el decrecimiento? Desde el reconocimiento, consideraba que su propuesta no resulta ni conveniente ni viable.
Sin embargo, esta semana no he sentido dicho respeto por quienes, en una conversación, venían a defenderlo. El recurrente progresista frívolo que tal como se apunta al independentismo se apunta al decrecimiento, siempre desde la comodidad de su vida resuelta. Su razonamiento era extraordinario: el desastre actual sólo se resuelve decreciendo y con una mayor presencia de lo público. Y no es el único. Abundan.
Resulta cierto que en los tiempos que vienen la intervención pública tenderá a reforzarse, en la medida en que las demandas sociales --desde las necesidades de una sociedad longeva, a las de millones de personas en riesgo de exclusión--, junto con la transición verde y la transformación productiva, requerirán de mayores recursos públicos. ¿Pero cómo van a obtenerse dichos recursos si empezamos a decrecer? Y éste es, precisamente, uno de los grandes argumentos que invalidan la opción: más que nunca necesitamos crecer para recomponer los destrozos de los últimos tiempos.
Por todo ello, crecer o decrecer no es la cuestión. El debate es cómo crecer. Estamos en el inicio de una batalla de las ideas indispensable, en la cual las memeces están aseguradas, desde las de aquellos conservadores que defienden seguir como si nada hubiera sucedido, a las del progresismo insustancial que pretende decrecer de la mano de aumentar las prestaciones públicas. Estamos rodeados.