El monumental fiasco que ha supuesto el intento de activar el pasaporte Covid en Cataluña, es un simple ejemplo más de la incapacidad para gestionar y un pésimo augurio para la llegada y reparto de los fondos de ayuda europeos Next Generation. Una pifia de tal calibre no se resuelve en un fin de semana como si se tratase de reparar una caldera de agua. ¿Nadie pudo prever que esto podría ocurrir? Más aun estando en vísperas de un puente estupendo. Es fruto de la improvisación más absoluta, una desgracia más de las que sufrimos, producto de la incompetencia y de la exclusiva voluntad de seguir amarrados al poder como gran cola de carpintero que aguanta algo que se llama Govern y que no es más que una guerra de guerrillas entre quienes lo ocupan. El pegamento es el mejor hormigón de esta pieza de mecano tubo al que la simple desaparición de una pieza puede hacer desmoronarse.
En realidad, cuando todo es posible, no ocurre nada que pueda resultar imprevisible. Al final, todo se traduce en una sensación infinita ya no de incertidumbre sino de cansancio que no es achacable al descenso de la presión atmosférica que hemos vivido los últimos días. Hasta Lluis Llach se declara decepcionado con el procés, opinión que hace extensible a muchos otros independentistas que cree decepcionados y desmovilizados. ¡Pobrecillo! Cabría recordarle, por si no lo sabe, que hasta la industria porcina está en horas bajas, cosa que tiene inquieto al mundo rural catalán. Las desgracias nunca vienen solas. Cataluña es un país en el que hay más cerdos que habitantes y el “efecto mariposa” llega de China, una vez superada la peste porcina que obligó al país asiático a suspender sus grandes importaciones internacionales de cerdo.
“¡Presupuestos o presupuestos!” Fue una expresión del consejero de economía, Jaume Giró. Le tomó la palabra el presidente, Pere Aragonés, que tiene consejeros pero carece realmente de gobierno, y en lugar de con la CUP pactó con los comunes. Larga cambiada, pacto con los comunes y, al final, una especie de juego de trileros: tú me apoyas aquí, yo te apoyo en el ayuntamiento de Barcelona y, de paso, apoyamos en Madrid un acuerdo de once partidos de tamaño diverso. Alguien hará en su momento el cálculo del coste final de este juego de concesiones y regalías. En realidad, las contrapartidas que parece haber obtenido ERC en esta “negociación” de los presupuestos –véase la cuota de catalán en las plataformas televisivas– tienen un sesgo más identitario que económico. La cuestión será ver hasta cuándo puede mantener esa pulsión y sus posibles frustraciones, de un lado y otro. Incluso a Ernest Maragall se le ha agudizado la cara de acidez de estómago. Eso sí, amortizado el hermanísimo, habrá que ver hasta qué punto la alcaldesa puede aparecer como exponente del soberanismo.
Está claro que el acuerdo de comunes y ERC configura un nuevo escenario. Tal vez incluso, la perspectiva de un “neotripartito” que en realidad es un “bipartito” entre los dos protagonistas del acuerdo. Ya dijo Gabriel Rufián (ERC) hace unos días que los pactos con los comunes es el futuro de Cataluña. Y la alcaldesa le echó un capote enviando a la escuela privada a quienes deseen que sus hijos estudien unas horas en castellano: el sábado se fue de excursión a Nou Barris acompañado de su fiel escudero Jordi Martí, quizá para explicarles a los vecinos cómo se hace eso.
Pero ese nuevo escenario incluye un complejo entramado de negociaciones cuya base fundamental es que la propia normativa establece que quedan establecidos los ingresos, gastos y asignación presupuestaria de cada departamento de la Generalitat, responsable de hacer el reparto que le venga en gana. En realidad, la única hipotética afabilidad del pacto de ERC y Comunes estriba en la posibilidad de que fluyan los fondos europeos. Pero esa es harina de otro costal en el que poco parece importar el pan de los ciudadanos. La frustración, incluso de los comunes, puede estar servida.
Las administraciones tropiezan siempre con trabas administrativas asentadas en una cultura de la austeridad heredera, sobre todo, de la crisis de 2008. En el fondo, está todo concebido para que apenas pase nada, se gaste lo mínimo y lo más tarde posible. Prevalece la máxima de pedir permiso antes que dar explicaciones de lo que se hace: lo importante es no equivocarse ante la superioridad. Normas y procedimientos parecen concebidas para dificultar la ejecución del gasto público. El drama es que resulta imprescindible ejecutar los fondos europeos. No estaría de más saber cómo piensan hacerlo el presidente Aragonés o el consejero Giró. Suponiendo que sepan cómo hacerlo.
Saliendo (en principio) de la crisis pandémica, prevalece el cansancio de la incertidumbre, el incremento del precio de las materias primas y la energía, las dificultades del comercio mundial, con una recuperación en España que es la más lenta de la UE… Según los expertos, el aumento de los precios de las materias primas agrícolas tarda unos tres meses en repercutir en la industria agroalimentaria y unos ocho para que el consumidor aprecie la variación, siempre al alza. Y el coste de los precios de producción industrial se traslada lentamente al consumidor final, lo que genera más incertidumbres sobre el futuro que asoma. En resumen, el nivel de duda y desconfianza sobre la evolución de los precios sigue estando presente con una inflación galopante que se traduce en una clara percepción de pérdida de poder adquisitivo. La inflación suele llevar aparejada unas relaciones sociales conflictivas.
En tales circunstancias, es lógico interrogarse sobre hacia dónde nos lleva esta gente. Suponiendo, claro está, que sepan hacia dónde van o pretenden ir, al margen de seguir ejerciendo el poder. Los alemanes han vivido históricamente obsesionados por el tema de la inflación. Lo dijo hace treinta años Karl-Otto Poehl, expresidente del Bundesbank: “La inflación es como la pasta de dientes. Una vez que está fuera del tubo, es difícil volver a colocarla. Entonces, lo mejor es no apretar demasiado el tubo”. ¿Lo sabrán estos papanatas?