El fin de semana pasado estuve en Mallorca con las amigas de la universidad. Fue una escapada entrañable y muy esperada, ya que algunas no nos veíamos desde hacía por lo menos un año y medio. La pandemia, sumado a los habituales problemas de logística profesional y familiar (todas trabajan y tienen dos o tres hijos) han hecho más complicado que nunca la misión de cuadrar agendas. Pero por fin lo conseguimos, y valió la pena.
La intención era hacer un revival de nuestras minivacaciones en la isla poco después de terminar la universidad, en 2002 —incluso íbamos a dormir en la misma casa y habíamos programado Spotify para escuchar en el coche el hit de Estopa que bailábamos ese verano: Acelera un poco más, porque me quedo tonto...—, pero la realidad es que no hicimos nada de lo que llegamos a hacer hace 20 años. Ni discotecas, ni dormir hasta el mediodía, ni cenar en casa para ahorrar.
“Yo lo único que quiero es dormir”, dije yo nada más pisar el aeropuerto. Soy la única del grupo con un niño pequeño que aún se despierta por las noches exigiendo un biberón. Las otras ya pueden dormir siete horas seguidas, pero tienen otros problemas: pensar los menús de la semana, cocinar, poner lavadoras, llevar a los niños a extraescolares, no llegar tarde al trabajo, intentar encontrar un momento libre para ir a correr. “No quiero pensar en lo que estarán haciendo en casa sin mí”, soltó Ana, que se autodefine como la típica madre controladora que casi no deja hacer nada a su marido.
Después de charlar como cotorras durante dos días enteros, me di cuenta de que a pesar de estar en pleno siglo XXI y no tener ninguna más de 43 años, la mayoría de mis amigas sigue viviendo en entornos familiares bastante machistas, en las que ellas asumen casi toda la carga del hogar, mientras los maridos tienen una vida mucho más tranquila. “¿Cómo puede ser?”, me preguntaba mientras las escuchaba contar sus anécdotas cotidianas. Una de ellas admitía que su marido, además de seguir llegando tarde a casa para ahorrarse baños y cenas de los niños, ni siquiera sabía poner una lavadora. Siendo madre soltera, no voy a juzgar cómo los matrimonios de gente de mi edad se reparten las tareas domésticas, pero confío en que las nuevas generaciones sean más igualitarias.
Cuarenta y ocho horas juntas también me sirvieron para constatar que, por mucho que pasen los años, todas seguimos igual —el mismo humor, las mismas manías, las mismas ganas de pasarlo bien juntas, la misma sensación de aburrimiento cuando las conversaciones se repiten— y que ahora mismo volvería a repetir la universidad para poder volver a conocerlas. De hecho, todas coincidimos en que lo mejor de haber estudiado ADE fue habernos conocido, porque si volviéramos atrás en el tiempo, todas elegiríamos otra profesión. Núria dice que le hubiera gustado ser maestra; Marta, arquitecta; Anna no lo sabe, pero seguramente psicóloga o alguna cosa relacionada con el yoga. Yo estudiaría Historia, lo tengo claro. “Es una mierda que te hagan decidir tu profesión con 18 años. Aún somos niños”, se quejaba María, con un hijo en edad preadolescente que cuando le preguntan qué quiere ser de mayor, responde: “A mí me gustaría aportar algo al mundo”. Según María, los chavales de 15 años se plantean muchas opciones de futuro —viajar, estudiar fuera, conocer mundo—, pero no quieren saber nada de comprarse un coche, una casa, ni mucho menos casarse y tener hijos.
“A mí en casa me engañaron, me dijeron que para tener éxito en la vida había que trabajar duro”, soltó Núria, mientras nos poníamos finas de ensaimadas y pan con sobrasada.
Hace 20 años, en esa misma casa de Mallorca, todas pensábamos que nuestro futuro estaba prácticamente encaminado. Y así lo ha sido para la mayoría: al regresar de la isla, empezaron a trabajar en departamentos de márketing de grandes empresas, se casaron, tuvieron hijos, y han seguido haciendo lo mismo hasta hoy.