Algunas mañanas, cuando salgo a desayunar y a comprar el periódico (sí, soy de esos dinosaurios que aún leen diarios en papel: los del régimen del 78 tenemos esas cosas), me cruzo con un conocido del barrio que pasea a su perro, un bicho habitualmente apacible, pero con ocasionales malas pulgas que obligan a llevarlo con bozal. No es que seamos exactamente amigos, pero hasta ahora, el chucho ponía cara de conocerme de algo y hasta me hacía un poco de caso. Por el contrario, la última vez que lo vi, hace unos días, lo encontré ausente y desinteresado, tanto de mí en particular como del mundo en general. Le pregunté a mi amigo si le pasaba algo y éste me confesó que lo acababan de castrar por su propio bien, pues le habían encontrado algo chungo que podía ir a peor si no le sustraían los testículos. El hombre estaba dolido, pues no es de esa gente que confunde a un animal con un peluche y lo capa a las primeras de cambio para que no moleste. “Yo creo que se ha deprimido”, me dijo, “Y no me extraña. Igual hubiese preferido morir como un hombre”. Le di la razón, pese al inapelable micro machismo de su afirmación, y luego nos dedicamos durante unos minutos a poner de vuelta y media a esos que capan al perro (o al gato) como si fuera lo mismo que llevarlo al dentista. Yo no tengo perro (ni gato), pero soy de la opinión de que, si decides cargar con un irracional, estás obligado a aceptarlo completo.
Me olvidé del asunto hasta el otro día, cuando leí que, según el inefable ex comisario Villarejo, el CNI le había aplicado a don Juan Carlos, nuestro rey Emérito, hormonas femeninas e inhibidores de testosterona para ver si se calmaba un poco y se moderaban sus, al parecer, portentosas ganas de fornicar. Espero que nadie se moleste ante mi extraña asociación de ideas, pero, de repente, el perro de mi vecino y el Emérito me parecieron víctimas del mismo complot inhumano. Como al chucho, algo me dice que a don Juan Carlos no le informaron del tratamiento, si es que lo que dice Villarejo es cierto, cosa que está por ver, teniendo en cuenta que nos hallamos ante un liante de nivel cinco y un emmerdeur del calibre del fugado Carles Puigdemont. Si lo es, me parece tan mal como lo del perro de mi amigo: así no se trata ni a un chucho ni a un borbón.
No negaré que la libido desatada de don Juan Carlos lo ha metido en algunos fregados de importancia que acabaron conduciéndole a la abdicación, pero optar, prácticamente, por caparlo, lo considero inaceptable. De la misma manera que ya sabes a lo que te expones cuando metes a un irracional en casa, también deberías estar al corriente de cómo son (o han sido, ya que Felipe VI es de una discreción rayana en el aburrimiento: ¡no parece de la familia!) los borbones. ¿O es que nos hemos olvidado de la tendencia al cancaneo que distinguía al bisabuelo del actual monarca, Alfonso XIII, aquel hombre que llenó España de hijos ilegítimos, uno de los cuales, el actor Ángel Picazo, acabó interpretándolo en una película de los años sesenta? Si cargas con un borbón, hay que cargar con el borbón entero hasta que sus meteduras de pata lo lleven a abdicar, como así fue en el caso de don Juan Carlos. Más habría valido dejarle divertirse en paz y vigilarle mejor en su faceta de comisionista, que es, a fin de cuentas, la que se ha cargado su buena imagen y lo mantiene alejado de esa España que tanto ama y a la que sigue a distancia viendo el Sálvame de Luxe.
Para mí, lo grave del Emérito no es su libido desatada, sino sus presuntos tejemanejes financieros, impropios de un jefe de estado. De acuerdo, se le fue un poco la olla con la tal Corinna --a la que, según Pilar Urbano, calificó de “putón verbenero” el día que la conoció: se ve que luego cambió de opinión o, tal vez, descubrió las alegrías horizontales que pueden proporcionar las mujeres descritas de forma tan grosera--, y lo de aspirar a casarse con ella fue una salida de pata de banco y una muestra de chocheo asaz lamentable: de la misma manera que un borbón tiene derecho a comportarse sexualmente como tal, también tiene la obligación de tomarse un poco más en serio las obligaciones del cargo, que no pasan precisamente por divorciarse en la edad provecta, aunque ahora los reyes se casen con quien les dé la gana en vez de dejarse cruzar con quien se les indicaba, un tratamiento que duró siglos y que, francamente, no difiere mucho del que suele aplicarse a los animales domésticos.
Lo único que quiero decir con esta jeremiada es que, seas un chucho del Eixample barcelonés o el rey de España, nadie tiene derecho a coartar tus necesidades sexuales, por desmesuradas que sean o molestas que resulten. Si seguimos así, luego no nos quejemos si surge una desquiciada teoría del feminismo más radical según la cual habría que capar al marido o al novio para que dejara de dar la lata. Teniendo en cuenta que leí hace poco un comentario en las redes de una señora que le echaba la culpa del cambio climático al pene, la posibilidad de semejante propuesta no se me antoja tan remota.