Es tal el entusiasmo que despierta la figura del etarra Arnaldo Otegi entre la buena gente de los medios de comunicación y el estamento político catalanista, que me duele mucho, y no solo a mí me duele, que tantos españoles le aborrezcan y le manifiesten su repugnancia y desprecio cuando, como el otro día, lamenta el dolor de sus víctimas y dice que sus muertes son cosas que no deberían haber ocurrido.
También hay que reconocer que algunos, en la izquierda más elemental, celebraron esas declaraciones con embeleso, como el regreso del hijo descarriado a la casa del padre.
Su discurso era valiente, disruptivo: sostenía que la actividad asesina de ETA hubiera dejado de ejercerse no ya hace 10 años, sino antes. Y es que lo bueno, si breve, dos veces bueno. El subtexto de su discurso decía que los etarras deberían haber llegado antes a un pacto con el Estado, debería haberse aprovechado alguna de las negociaciones anteriores. Al final, ETA estaba ya exhausta y desarticulada. Hubo que cerrar el chiringuito de cualquier manera.
De manera que los asesinatos y los secuestros, en algunos de los cuales participó, como los del director de Michelin en Vitoria, Luis Abaitua, y el del director de UCD, Javier Rupérez (que le acusa de ello, pero no se ha podido demostrar su implicación directa con pruebas irrefutables), y los más de 100 atentados violentos que indujo, y otros trabajitos por los que los jueces Garzón y Grande-Marlaska (hoy ministro del interior) le enviaron a la cárcel, donde permaneció seis años muy bien aprovechados para sacarse una carrera y meditar en su futura carrera política… se prolongaron demasiado.
Como esas fiestas salvajes de las que el joven regresa a casa catatónico, y a la mañana siguiente, después de dormir la mona y sufrir una resaca monstruosa, cuando recupera el habla dice que fue el último gintónic el que le sentó mal.
Los 80 primeros muertos tenían su aquel, ¿verdad?, su justificación, ya que ocurrieron durante el franquismo: puesto que era una dictadura, pues… oye, había una especie de barra libre moral para el tiro en la nuca; pero los siguientes centenares de muertos y miles de heridos, tullidos y dañados de por vida, el reinado del terror y el envilecimiento de la sociedad vasca… hombre, dan pena y no hubieran debido suceder…
Aquí, Otegi es muy querido. Recuerdo que en el año 2016 el Parlamento catalán de la señora Forcadell lo invitó y convergentes, errecos y cupaires lo acogieron con una nutrida salva de aplausos, como a un Mandela un poco brutote. Mantuvieron afectuosas conversaciones con el etarra sus señorías David Fernández, alias Sandalio; Anna Gabriel, ahora felizmente expatriada; la convergente Marta Pascal, vecina de Vic, donde los coleguitas de Otegi cometieron uno de sus crímenes más atroces; Carme Forcadell, hoy indultada; Albano Dante-Fachín, ese que está siempre oliendo dónde guisan, a ver si pilla algo; y Ferran Civit, de ERC. Otegi es un invitado muy querido en TV3%, donde sus locutores y tertulianos lo llaman, afectuosos, “l’Arnaldu”.
¿Y por qué no iban a quererle todos estos políticos separatistas, si hasta el presidente del Gobierno español Rodríguez Zapatero le definió públicamente como un “hombre de paz”?
Recordemos que ETA también ha tenido militantes en Cataluña, donde han vivido y trabajado algunos de sus comandos, y ha tenido algún apoyo de la población, además de simpatías discretas en el estamento político, como la de Carod-Rovira, el jefe de ERC que le pedía a sus verdugos, por escrito, en el diario Avui, que cuando decidieran atentar lo hiciesen más allá del Ebro; pues así las bajas no serían catalanas; el mismo que, siendo vicepresidente del Govern, se fue a escondidas a charlar con Josu Ternera, que le dio muy bien de comer. Pero, ay, la cosa se supo y tuvo que renunciar al cargo.
Atendiendo a esta simpatía tan difusa y enraizada, habría que hacer algo para que l’Arnaldu pase más tiempo entre nosotros. Hay que ofrecerle algo. ¡Será por cargos! Así podría venir a visitarnos con más asiduidad y contribuiría a establecer sinergias de una potencialidad hoy imprevisible entre el nacionalismo catalán y el vasco.
Porque no es incompatible el trabajo directivo de Otegi en ETA, Batasuna, Bildu o como ahora lo llamen, con un cargo en el Gobierno de la Generalidad, donde, además, como todos sabemos, no se exige de verdad trabajar-trabajar, basta con pasar a saludar de vez en cuando, decir alguna tontería patriótica en público y cobrar a fin de mes.
Y no estoy hablando de una asesoría, sino de algo con más empaque y representación.
Como ya hay que jubilar de una vez al Síndic de Greuges o Defensor del Pueblo catalán, el indescriptible Rafael Ribó, su cargo le vendría de maravilla a l’Arnaldu. Pero si se le quiere poner como conseller de Interior, y que dirija a los mossos en vez de ese Elena que ya se ha quemado (¡tan rápidamente!), ¿por qué no? Seguro que la CUP no se opondría. Y tendría guasa que l’Arnaldu telefonease de vez en cuando a Grande-Marlaska para coordinar alguna operación policial…
Aunque quizá a un hombre como él esto de Cataluña se le queda pequeño. Quizá otra clase de cargo público se ajuste más a su ambición y su talento de estadista. Y si es un hombre de paz; si los votos de su partido son precisos para mantener el Gobierno; si lamenta tantos asesinatos que “no deberían haber ocurrido”; si no tiene cuentas pendientes con la justicia; si no le han vuelto loco de vergüenza y asco de sí mismo los cadáveres encerrados en su armario; si esos muertos no le han impelido a cerrar de una maldita vez la bocaza y buscar redención entregándose a la caridad en alguna misión en África negra… o apartándose, en busca del olvido, a un oficio discreto, de leñador, por ejemplo, al fondo de alguno de sus queridos, umbríos y húmedos valles del País Vasco…
…no veo por qué no podría incluso sentarse en el Consejo de Ministros. Con una cartera creada ad hoc para él: Otegi, ministro de la Paz.