Elecciones legislativas este fin de semana en Alemania, inicio de la carrera hacia las presidenciales francesas del año que viene... Contiendas electorales que dibujarán decisivas correlaciones de fuerzas políticas en el seno de las economías motrices de Europa. Pero, al mismo tiempo, confrontaciones en las que está costando mucho explicitar con claridad los términos sociales del mayor desafío que se plantea a las naciones industriales: el de la transición ecológica y el consiguiente reparto de sus costos. He aquí un ejemplo de lo que se nos viene encima. Luca de Meo, hasta hace poco al frente de SEAT y hoy director general de la Alianza Renault-Nissan-Mitsubishi, concedía el pasado 18 de septiembre una entrevista al rotativo "Le Monde". En ella explicaba sus planes de reconversión del grupo automovilístico, marcada por un cambio acelerado en favor de los vehículos eléctricos. "Europa ha decidido ser el continente líder de la transición ecológica. Ha establecido reglas que nos obligan a invertir masivamente en el coche eléctrico, ofreciendo un 90% de vehículos con baterías en 2030. Un motor eléctrico contiene menos acero y menos aluminio que un motor térmico."
A partir de ahí, se impone de modo implacable la lógica empresarial: la producción de los principales modelos se localiza en Francia, de tal modo que se prevén 2.500 nuevas contrataciones para la producción... al tiempo que 1.600 despidos en ingeniería vinculada a los antiguos motores. Todo ello se sumaría a un ajuste anterior de Renault, a punto de concluir, que afecta a otros 4.600 trabajadores. Sin embargo, la peor parte se la llevarán las industrias auxiliares. Aunque está previsto ayudar a ciertas reconversiones, fábricas enteras se quedarán en la cuneta. Las fundiciones de Poitu Alu, en Vienne, que tienen en Renault a su único cliente, están ya en huelga. "Comprendemos la situación, dice Luca de Meo, pero el grupo no puede resolver la integralidad de los problemas de todos los proveedores de nuestra firma". Aunque nadie habla de ello, podemos imaginar que algo muy similar ocurrirá también en España, en torno a SEAT y otras grandes factorías. Hace ya mucho tiempo que dejaron de ser aquellos enormes complejos integrales. donde entraban materias primas y salían automóviles, convirtiéndose en centros de diseño y sofisticadas cadenas de asamblaje, nutridos por todo un ecosistema de industrias auxiliares que entrega sus distintos componentes just in time. Empresas, por lo general, vinculadas a una tecnología muy pronto obsoleta, de reducida talla y recursos insuficientes para "reinventarse".
¿Otro ejemplo? Hace algo más de un año, en junio de 2020, hubo elecciones municipales en Francia. La abstención alcanzó el 60% y fue especialmente intensa en los barrios de menor renta. Los comicios coincidieron con el cierre de la central nuclear de Fessenheim, en el Alto Rin, unas envejecidas instalaciones cuya clausura reivindicaban desde hacía años los movimientos ecologistas. Las cifras definen por sí solas el problema. Fessenheim tiene 2.500 habitantes. En la central trabajaban, entre personal fijo y subcontratas, más de mil personas. El desmantelamiento de los reactores, que durará unos quince años, requerirá el trabajo de sesenta operarios. Los anhelados proyectos de reindustrialización de la comarca siguen aún pendientes de concreción. Mientras la CGT protestaba ante semejante devastación del empleo, los grupos ecologistas, franceses y alemanes, que tenían previsto celebrar el triunfo de sus demandas, decidieron hacer una travesía por el Rin... sin aventurarse por las calles del pueblo. Es imposible predecir qué votarán sus habitantes la próxima primavera, ni cómo lo harán las regiones que teman correr una suerte similar. Sin embargo, cabe pensar que, si las transformaciones en ciernes no se acompañan de alternativas viables y de medidas de compensación social, chocarán con innumerables resistencias. Sordas o abiertas. En las urnas y en la calle.
La transición ecológica se vislumbra como un período de intensa conflictividad social. Los líderes políticos lo intuyen, pero titubean ante la magnitud del problema. Daniel Cohn-Bendit decía al respecto hace unos días: "Si los Verdes fuésemos sinceros, deberíamos decir a la gente: votad por nosotros y haremos que vuestra vida sea mucho más difícil". El socialdemócrata Olaf Scholz, probable futuro canciller, a pesar de presentarse en cierto modo como un continuador de la era Merkel, reúne en su entorno a destacados partidarios de un giro estratégico en la política económica. La pragmática Angela Merkel, ante el riesgo de un colapso de la UE, tuvo que avenirse a la idea de una mutualización del esfuerzo europeo frente a la pandemia. Pero, la amplitud de las transformaciones que tiene por delante el corazón industrial del continente obliga a dejar atrás las políticas de rigor fiscal, emprendiendo la senda de unas enormes inversiones de futuro y un prolongado endeudamiento del Estado. ¿Cómo se articulará ese giro en relación al resto de Europa? ¿Y cómo se repartirán los esfuerzos tributarios para sostenerlo?
La transición ecológica es aún una página en blanco en la historia de la lucha de clases. Las grandes corporaciones, raudas en solicitar el apoyo de las administraciones públicas a la hora de reestructurarse, se resistirán, no sólo a una contribución proporcional, sino que se aferrarán tanto como puedan a los modelos extractivos. A pesar de su funesto impacto sobre la crisis climática, el Ártico se ha convertido en una zona de prospección de recursos petrolíferos y gasísticos: 599 explotaciones, en fase de perforación o ya en funcionamiento, han sido inventariadas por la ONG Reclaim Finance. Las impulsan compañías americanas, rusas, chinas, francesas... con el apoyo financiero de treinta de los mayores bancos mundiales, entre los que se cuenta el Santander. No será fácil doblegar ese poder. Pero, desde luego, será imposible hacerlo si cada paso hacia un nuevo modelo productivo aparece asociado a un deterioro de las condiciones de vida de la clase trabajadora, llamada a soportar todo tipo de penurias a la espera de que las generaciones venideras gocen de un planeta habitable. La revuelta de los "chalecos amarillos" debería servir de aviso a toda Europa. Si la transición ecológica no es socialmente justa, fracasará entre la ira de los perdedores y las maniobras de las élites.
No, no se habla con franqueza de todo esto. Pero es el trasfondo de cuanto ocurre. Aquí, mientras tanto, en lugar de discutir con rigor de un proyecto como el del aeropuerto del Prat, tratando de armonizar exigencias medioambientales y posibilidades de reactivación económica, optamos por decir que "queremos menos aviones y más calabacines". Hará falta una gran cosecha para atender a las necesidades de tanto parado y tanto trabajador precario como tenemos en el área metropolitana.