La salida de la pandemia viene a confirmar que el teletrabajo no arraigará con la intensidad con que se anunciaba en los inicios del confinamiento. Ese 4% de personas que trabajaban desde su domicilio, previo el coronavirus, se ha situado ahora en un 9%, que irá reduciéndose a medida que retorne la normalidad sanitaria. Una buena noticia.

El avance extraordinario en las videoconferencias, y la conectividad digital en general, facilita en muy buena medida el teletrabajo. Así, a menudo, desde casa se dispone de tantos medios como desde la oficina y, además, uno se ahorra los desplazamientos. Sin embargo, la realidad es más compleja, pues el ser humano es un animal social, necesita salir y encontrarse con el otro, en la cafetería, en el gimnasio o en el puesto de trabajo.

Además, la emoción inicial fue diluyéndose a medida que comprobábamos cómo el teletrabajo tiende a conllevar el alargamiento de la jornada y el no desconectar de la responsabilidad profesional. Añadamos que, según señalan psicólogos, encerrarse todo el día en el domicilio puede deteriorar la convivencia familiar y ser fuente de conflictos. Por ello, mejor olvidemos el discurso de quienes, de manera tan fatua como simplista, proclamaban el advenimiento de un mundo mejor, sustentado en las nuevas tecnologías, en que podríamos trabajar desde casa.

Pero no renunciemos a la bondad de la tecnología pues, de ser desarrollada atendiendo al interés general, puede llevarnos a un mundo mejor, si bien desde otra perspectiva. Desde la que John Maynard Keynes señalaba en su conferencia Las posibilidades económicas de nuestros nietos pronunciada en 1930 en el Instituto de Libre Enseñanza de Madrid. Argumentaba que en cien años, con el gran incremento del PIB, se facilitaría la reducción del trabajo semanal a quince horas. Acertó en la predicción sobre la mayor riqueza, pero erró bastante en la duración de la jornada laboral. Ahora, con la revolución digital podemos reducir el tiempo de trabajo, si bien lejos de esas quince horas.

Por ello, la gran aportación de la revolución digital no es el teletrabajo. Es la posibilidad de disminuir la jornada laboral, de manera que podamos trabajar menos horas y  disponer de más tiempo para dedicarlo a lo que uno quiera, convivir con la familia, leer o aburrirse (la opción que adoptaría Oblomov, sin duda). Pero trabajando en la oficina, conviviendo y, también, en conflicto con el otro. En una sociedad en que el individualismo alcanza niveles alarmantes y en la que el empleo ha dejado de ser un factor de arraigo, sólo falta que nos aíslemos aún más, quedándonos en casa para trabajar. De lo que se trata es de trabajar menos y desde la oficina.