Se les puede creer o no, cada cual puede creer lo que le venga en gana, que la fe es libre, pero según la Guardia Urbana ayer hubo más manifestantes contra la ampliación del aeropuerto del Prat que en la Cursa de la Mercè: 10.000 a 6.000. La diferencia es que unos eran voluntarios y los otros inscritos. En esto de las manifestaciones, jamás se sabe cómo se mide la asistencia. Cuándo se dice “miles de personas” en un titular, tanto pueden ser 2.000 como 200.000. En ocasiones, para descodificar un medio informativo, hay que hacer ejercicios adivinatorios. Incluso hay quien obsequia sartenes a precio reducido para que cada cual se cocine las cosas a su gusto. En realidad, más o menos, los manifestantes eran la misma cantidad que acudió al macrobotellón de la Universidad Autónoma el otro día.
Como pasan cosas tan sorprendentes en esta Cataluña, hasta resulta que hay gente que se manifiesta incluso contra algo que de hecho no existe, es dudoso que se haga o está aplazado sine die. Cada cual es libre de manifestarse por lo que le venga en gana: mientras no se demuestre lo contrario, vivimos en un país libre en el que está reconocida la libertad de manifestación y de muchas otras cosas, más allá de cualquier despotismo político. Tal vez, la alcaldesa, Ada Colau, no asistió a la manifestación contra la ampliación de El Prat porque temía un pinchazo y hacer el ridículo; al presidente, Pere Aragonès, tampoco le veo con una zancada larga como para soportar el recorrido; Jaume Collboni era previsible que se abstuviera, como en el pleno del ayuntamiento sobre la ampliación: ni sí, ni no, sino todo lo contrario… Así, hasta donde se quiera. A saber qué hubieran hecho los halcones que a diario espantan las aves de El Prat en caso de que les hubieran soltado por encima de las cabezas manifestantes.
Hubo un tiempo en que se vivió con ilusión y entusiasmo la cimentación de la democracia y la bonanza económica que empezaba a vislumbrarse. Desde entonces, ha llovido mucho y se llamó Transición. Ahora, vivimos transidos, sin acabar de entender lo que pasa alrededor y sin saber a ciencia cierta hacia dónde vamos o, lo que es peor, a dónde nos llevan. Probablemente estaríamos de acuerdo en la necesidad de generar proyectos que susciten expectativas optimistas a medio y largo plazo, movilizando la iniciativa pública y privada. Pero se tiende a olvidar o simplemente ignorar que las administraciones son, sobre todo, un proveedor de servicios capaz de velar por la igualdad de oportunidades en momentos de desigualdades e infortunios crecientes, incluso capaz de identificar las nuevas ocasiones que pueden surgir al calor de los cambios.
Vana ilusión. Me encantaría compartir la esperanza de que la mesa de diálogo ya reunida abre un periodo de normalidad que supere la confrontación de los últimos años. Sin embargo, cada vez me encuentro más gente cabreada, indignada con esta cultura del no que se ha instalado. Y eso que admito hablar con gentes de muy distinto pelaje y sectores. Hasta una persona habitualmente tan comedida y templada como Jordi Clos, presidente del Gremio de Hoteleros de Barcelona, ha salido estos días pidiendo volver Barcelona a la senda del sí, frente a una ciudad que calificó de fea, sucia y desordenada. El problema es que no se trata solo de la ciudad, sino de que Cataluña empieza a tener un tufo a rancio que procede de otra época. Al final, es muy posible que, abducidos por la ideología, lo que se acabe haciendo es aislar esta comunidad diversa y plural, poblada por personas llegadas de todos los lugares desde hace mucho tiempo.
La encrucijada es difícil. Sin proyectos ni iniciativas, es difícil encontrar un nicho económico en un mundo cambiante: pongan un mapamundi al revés, coloquen América a la derecha y comprobarán fácilmente como Europa queda perdida a la izquierda y España en lo que podríamos llamar el culo del mundo desarrollado. Y Cataluña, con una izquierda adocenada y acomodada, perdida en una esquina. Al final, todo se instrumentaliza y se pierde la perspectiva: las movilizaciones ciudadanas cuentan ya muy poco en la conciencia de la llamada clase política porque le importa un rábano. Son acciones sin efecto alguno. Mayo del 68, aquel momento de “la imaginación al poder”, quedó atrás hace mucho tiempo: sobra poder y falta imaginación. Más allá de la ecología y los riesgos del cambio climático, no puede ser que la economía se entienda como una cosa de ricos mientras el resto contamina: el progreso requiere cemento. No se puede contemplar la ampliación de un aeropuerto como una simple economía del pelotazo. Vivimos tiempos en los que el progreso científico y técnico casa a veces con dificultad con una ética progresista, porque hay riesgos permanentes de crisis y rupturas.
Pasó la Diada con más pena que gloria. Ahora llega el aniversario del 1-O. Curiosamente se vuelve a oír desde el independentismo aquello del “otoño caliente” que tensione de nuevo la sociedad catalana. Nada que ver con lo que se entendía hace medio siglo cada vez que empezaban a renegociarse los convenios colectivos. Es más: la expresión nos llegó de la Italia de finales de los 60. Después vino allí lo que pasó a la historia como “los años de plomo”, un insufrible período de dos décadas marcadas por extremismo y terrorismo de extrema izquierda y derecha. Dudo que alguien quiera apostar por algo similar. Pero hay demasiado pirado. Aquí el otoño caliente, a nivel del Estado, tiene otras implicaciones: inflación, pérdida de empleo, retroceso de las inversiones, reforma de las pensiones, carestía energética… ¿No sería mejor ponerse a gobernar en serio?