La mayor estafa política perpetrada por los independentistas ha sido su apropiación de Cataluña. Hablan y actúan en nombre de Cataluña, de todos los catalanes, siendo solo una parte de Cataluña. Aunque edulcoren la faz (a lo Pere Aragonès), no habrán cambiado porque su "ser" ("l’ésser" conceptual del independentismo) es intrínsicamente conflictivo, divide de raíz Cataluña.
Presentan su enfrentamiento partidista con las instituciones del Estado como un conflicto entre Cataluña y España, a la que tapan con el insultante eufemismo de "el Estado". Entienden la bilateralidad no como lo que es --una relación entre gobiernos o administraciones-- sino como lo que pretenden --la relación entre soberanías, la de Cataluña (inexistente) frente a la de España--.
El conflicto como tantas veces en la historia de Cataluña es un conflicto entre catalanes. En el de ahora, unos quieren la secesión de España y otros la permanencia en España. Eso es el conflicto, más las desigualdades sociales: entre explotadores y explotados, entre poseedores y necesitados, entre cultivados e ignorantes, entre el campo y la ciudad, etc., como en otras sociedades.
Para remachar la división han lanzado su (multi)falaz "52%" refiriéndose al resultado de las elecciones del 14F. Fulleros compulsivos, añaden al porcentaje del 48,05% obtenido por ERC, JxCat y la CUP, el 2,72% del PDeCAT que quedó fuera del Parlament y que, aun declarándose independentista, no se alineaba con el unilateralismo de los otros tres.
Esa suma ni siquiera es un 52% sino un 50,77%. Además, la ley electoral aplicable premia el voto de las circunscripciones del interior respecto a las áreas metropolitanas. Los independentistas disponen de 13 diputados más gracias a poco más de 28.000 votos. Con todo, el 50,77% solo representa el 25,66% del censo electoral de Cataluña --y un censo es siempre inferior a la población total--. Que unos cuantos dirigentes iluminados y los muchos vividores del cuento de la independencia pretendan seguir imponiendo sus tesis independentistas con ese magro apoyo es, en términos democráticos, una monumental aberración.
Han levantado una tiranía ideológica que impide, silencia o tergiversa la crítica a sus dictados --“Somos una nación”, “Un solo pueblo”--, de los que ellos se arrogan la definición y la representación, no se verifican ni se debaten.
Aun aceptando con reservas que representan más o menos el 50% del voto expresado de los catalanes --con muchas reservas porque en su voto actual hay voto “prestado”--, ¿se ha preguntado al 50% que no comparte sus postulados identitarios si se sienten parte de esa nación? ¿Son nación los más de 1.900.000 catalanes en riesgo de pobreza o exclusión social? ¿Serán nación los más de 430.000 niñas y niños catalanes en estado de pobreza infantil? Como sociedad cabalgamos sobre una ficción de la que algún día habrá que bajarse.
Entretanto, los catalanes no independentistas, tan catalanes como los independentistas, han sido invisibilizados, marginados en sus inquietudes y en muchas de sus necesidades sociales, culturales y, para muchos, lingüísticas. Esos catalanes no existen para los portavoces civiles del independentismo ni para la insolente indiferencia de la CUP --esa caricatura de la izquierda-- o, más grave todavía, ni para los portavoces institucionales de la Generalitat.
La desigualdad entre los unos y los otros se manifiesta en muchos dominios, por ejemplo, los independentistas exigen desde las instituciones que gobiernan el “derecho a la autodeterminación”, exigencia que magnifican a través de los medios públicos y de los privados que ceban con dinero público, ¿por qué los catalanes no independentistas no tienen las mismas facilidades para clamar por su derecho a la permanencia en España? ¡Menudo número se montaría si se atrevieran a plantearlo!
Habrá una mesa de negociación entre gobiernos a la que el Govern irá con sus planteamientos sectarios (los de los independentistas). “Amnistía y autodeterminación”, como punto “principal e irrenunciable” del Govern, resume el sectarismo: una amnistía improcedente, según el derecho y por los pretendidos beneficiarios, y una autodeterminación imaginaria, que ningún Estado u organismo internacional, ninguno, reconoce a Cataluña.
Lo políticamente obligado para atender el interés general sería que el Govern convocara sendas mesas de partidos parlamentarios y de entidades sociales y económicas representativas para llevar a la negociación con el Gobierno de España una relación consensuada de problemas reales, de los muchos que padece la población de Cataluña. Confiar en que esa convocatoria se produzca es vana esperanza. Los gobernantes de la Generalitat tienen bien agarrada la representación exclusiva (y excluyente) de Cataluña y no la soltarán por más apelaciones a la democracia y al interés general que se hagan.
La única esperanza reside en que el Gobierno de España, que también representa a los catalanes --tanto a los unos como a los otros--, ampare en esa negociación a los catalanes no independentistas en sus necesidades e inquietudes frente al menosprecio en que los tiene el independentismo.