Jeff Bezos se ha dado un paseo por el espacio y a casi todo el mundo le ha importado un rábano la supuesta hazaña. Otro millonario, Richard Branson, ha hecho algo parecido, pero lo suyo ha pasado prácticamente desapercibido porque se elevó unos kilómetros menos que Bezos. Branson se hizo rico con la música pop al frente de Virgin Records. Bezos construyó una inmensa cueva de Ali Babá virtual llamada Amazon y, tras tirarse unos años perdiendo pasta, empezó a lucrarse de manera superlativa vendiéndonos libros, discos y lo que hiciera falta. Ahora, ricos y famosos, el disquero británico y el mayorista norteamericano emprenden la carrera espacial mientras Elon Musk, el patrón de Tesla, les pisa los talones y un día de éstos nos saldrá con su peculiar aproximación a la conquista del espacio. Intuyo que los tres se aburren como setas y ya no saben qué hacer para entretenerse.

Frente a la falta de respuesta popular ante su iniciativa espacial, Branson no ha dicho ni pío, pero Bezos ha tenido la humorada (o el descaro) de declarar que ese vuelo de diez minutos que ha costado una millonada ha sido sufragado por sus clientes y sus empleados, a los que es del dominio público que paga lo menos que puede. Tiene razón: entre unos y otros le hemos financiado su carísimo juguetito y él nos lo agradece meándosenos humorísticamente en la boca. ¿Por qué? Porque puede. Nuestra única defensa ante estos dos megalómanos aburridos es pasar de ellos y de sus hazañas, que nos la soplan, francamente, y no perdemos la oportunidad de recordárselo (véase, modestamente, este artículo).

Y tampoco es que uno les tenga una manía excesiva. Durante una época, gracias a Amazon, pude hacerme con libros y discos que no llegaban a España por los circuitos tradicionales. Virgin Records fue, en su momento, una excelente compañía que publicaba buenos discos de buenos grupos. Cuando Bezos y Branson eran tan solo un tendero con visión de futuro y el único empresario que creyó en las posibilidades comerciales de Mike Oldfield y sus Tubular bells, caían hasta simpáticos. Luego, la ambición (y el fantasma del tedio) les llevaron a internarse por terrenos aún más lucrativos, a olvidarse de su amor adolescente a la literatura y la música pop, a meterse en camisas de once varas conceptuales y, en definitiva, a madurar hasta convertirse en pilares del capitalismo y, consecuentemente, en personas de escaso interés humano.

Nunca olvidaré la entrevista que le hice hace años al señor Branson en sus oficinas de Londres. Se acababa de inaugurar en Barcelona un Virgin Megastore y el hombre se veía obligado a promocionarlo. La entrevista fue una pérdida de tiempo para ambos basada en un malentendido: yo quería hablar con el hombre que hizo de Tubular bells un superventas, pero ese hombre ya no existía y había sido sustituido por un capitán de industria que no tenía ningún interés en revisar sus años juveniles. La mitad de preguntas que llevaba preparadas se quedaron sin hacer y la conversación fue un aburrimiento interrumpido constantemente por las apariciones de una secretaria que iba informando al magnate de los avances en la compra de una línea aérea. Viendo que la conversación no iba a ninguna parte, la interrumpí a la media hora y me fui al pub más cercano: creo que Branson me lo agradeció.

Si algo bueno puedo decir de Bezos y Branson es que, por lo menos, durante unos años hicieron algo por mí. No puedo afirmar lo mismo de esos geniecillos de Silicon Valley a los que no soporto y que han hecho su fortuna con la tecnología y la vida virtual. No siento ninguna simpatía por el difunto Steve Jobs. Ni por Bill Gates. Y casi detesto a Mark Zuckerberg, el inventor de esa terapia de grupo transversal que atiende por Facebook y en la que te puede censurar un algoritmo o un empleado tan mal pagado como los de Amazon. Me consta que son los ídolos de miles de infelices con pujos de entrepreneur que aspiran a forrarse, pero los tipos a los que admiro son los de siempre: creadores y artistas del siglo XX que me han hecho compañía y me han ayudado a sobrevivir intelectualmente de manera más o menos digna.

Aunque incluso en ese contingente detecto a millonarios aburridos. Pienso en Mick Jagger o Bob Dylan esperando a que pase la pandemia para volver a lanzarse al escenario por motivos que solo ellos entienden y que, me temo, guardan cierta relación con el mismo aburrimiento que ha llevado a Bezos y Branson a sus garbeos espaciales. La fatiga de materiales y el cansancio moral no se da únicamente entre artistas y ciudadanos de a pie. Los ricos también lloran. De aburrimiento.