La palabra griega logos significa a la vez lenguaje y razón. Al hablar se razona y al razonar se emplea la lengua. La posibilidad de comunicarse es la base de la teoría habermasiana de la acción comunicativa que explica la igualdad democrática. Se da por sentado que el oyente o el lector competentes comprenden exactamente lo que el emisor ha querido decir. Si no es así, todo se va al garete. No hay posibilidad de pacto convivencial si no hay comunidad lingüística (no confundir con comunidad idiomática, como pretenden algunos nacionalistas). De ahí la preocupación que genera la última sentencia del Tribunal Constitucional que pone en evidencia que una parte de sus jueces no entiende lo mismo que la otra. Alguien está equivocado y no tiene la habilidad lingüística suficiente como para entender lo que otros dicen. Pueden ser los seis de la mayoría o los cinco de la minoría. Eso carece de importancia. Descartando mala fe interpretativa, que unos jueces designados para decir la última palabra sobre las leyes no entiendan bien el lenguaje y razonen incorrectamente, sólo puede producir inseguridad jurídica.
Por suerte, los ritmos de trabajo del Tribunal Constitucional son tan lentos que, cuando deciden, muchas de esas decisiones resultan perfectamente inútiles. Unos días antes de que se pronunciaran sobre el Estado de Alarma habían comunicado al mundo que el nombramiento de Rosa María Mateo para dirigir RTVE no se ajustaba a derecho y, por lo tanto, quedaba sin efecto. Hubiera podido representar un serio problema de no ser porque Rosa María Mateo había sido sustituida en el cargo varias semanas antes. Para entendernos, es como si un médico diagnosticara la enfermedad a alguien que lleva ya un tiempo criando malvas.
Es verdad que el Constitucional está formado por jueces, de modo que en materia lingüística siempre caben dudas sobre su competencia. Al menos, para los partidarios del lenguaje ordinario, ése que, en la tradición griega, coincide con el sentido común, a veces llamado razón. Ahí están las decisiones de diversos Tribunales Superiores declarando que el toque de queda es válido en una comunidad pero no en otra. Ahí está la sentencia salomónica de un Tribunal de Madrid diciendo que si alguien falsifica chapuceramente un documento es como si no lo hubiera falsificado, aunque lo haya falsificado. Ahí está la afirmación de otro magistrado de que el contenido de un mensaje no tiene importancia alguna porque, aunque sea mentira, a él la cosa le preocupa. Ahí están decisiones constantes de anular grabaciones, casualmente de alguien de derechas, que cualquiera puede escuchar y ver que son ciertas, por un quítame allá esas pajas.
A lo que se ve, la judicatura española es, sobre todo en sus equipos dirigentes, posmoderna. No cree en la existencia de la verdad, de donde se deriva que cualquier interpretación sea igualmente válida.
Eso explica que muchos de sus componentes no se sientan afectados por el principio de imparcialidad que se pensaba que era exigible a los jueces. Por consiguiente, una exministra del PP no tiene empacho alguno en decidir sobre asuntos que afectan a este partido o a la mujer del presidente que la designó para el cargo. “La regla de la justicia requiere para su aplicación la virtud de la imparcialidad respecto a los destinatarios de la ley”, escribió Norberto Bobbio. Aquí no rige.
El resultado es una judicatura sospechosa de parcialidad y, lo que es mucho más grave, sobre la que cabe dudar que comprenda con precisión lo que pone en los decretos o qué dice la Constitución. De modo que a lo que ocurre en los juzgados españoles se le puede aplicar lo que, según Benjamin Constant, ocurría hace cierto tiempo en la Academia Francesa: “¡Qué despotismo! Aquí todo el mundo hace lo que le place”. Una libertad favorecida porque los jueces sólo son responsables de sus sentencias ante ellos mismos. Aunque digan una cosa y la contraria. Aunque den la impresión de no entender bien lo que dicen las leyes. Al menos, algunos de ellos, porque todos no pueden estar en lo cierto. Pero no hay forma de decidir quién se equivoca para pedirle que vuelva a estudiar el silabario.