Hará cosa de un mes y medio tuve una cita Tinder que no pintaba mal: fotógrafo, guía de montaña, apicultor. “¡Apicultor, qué guay!”, pensé para mis adentros cuando me lo dijo un día antes por chat.
Obviamente, lo primero que le pregunté nada más sentarnos en el bar fue cómo había nacido su afición por las abejas.
“Pues es que siempre me han gustado los insectos”, me respondió, tan tranquilo. Después me contó sobre su primer cursillo de apicultura y de cómo la mujer de un conocido le pidió que se encargara de las colmenas de su marido, al morir éste. Sobre la trifulca que tuvo con la Guardia Urbana cuando un vecino se chivó de que estaba criando abejas en la terraza de su piso de Barcelona. Sobre la app en su iPhone que utiliza para controlar las diferentes colmenas que tiene ahora bajo su cargo en las afueras de la ciudad. La app me dejó alucinada: hasta puedes escuchar en directo el zumbido de las abejas, y así interpretar si algo va mal.
Después de media hora hablando de abejas, pensé que habría llegado el momento de hablar un poco de mí, pero el hombre parecía encantado de escucharse a sí mismo, así que no lo interrumpí. Dejé que me explicara sus viajes en solitario por Kirguistán, donde unos locales lo habían invitado a cenar y a rezar en la mezquita, lo mucho que le gusta dormir al ras en alta montaña o cuán geniales son sus excursiones guiadas por el Pirineo, porque todos sus clientes quedan encantados y quieren ser amigos suyos.
La verdad es que todo lo que me explicaba me parecía interesante (especialmente lo de controlar a las abejas por el móvil, se ve que incluso hay una app para identificar a la abeja reina mediante inteligencia artificial y la cámara del dispositivo), pero cuando vi que estaba a punto de terminarme la cerveza y todavía no había mostrado ningún interés en mi vida, empecé a aburrirme y a desconectar. ¿Ni siquiera quiere saber para qué medio escribo? ¿Si tengo hijos? ¿Si también me gusta viajar?
“Igual estaba nervioso”, me consoló una amiga cuando le comenté cómo había ido la cita. “No creo”, me reí. Esa misma noche el tipo me escribió un whatsapp para decirme que había estado muy a gusto y se lo había pasado muy bien, y que a ver si volvíamos a quedar.
“Pues claro que estuviste a gusto, tontolaba, si me soltaste un monólogo de campeonato”, estuve a punto de responderle. Pero me limité a ser educada, como cada vez que topo con alguien que habla mucho y encima no te escucha. Ese tipo de persona a la que tú le cuentas que el fin de semana pasado estuviste en una playa preciosa de la Costa Brava y te corta diciendo que ella conoce una playa mejor, o que las mejores playas del mundo son las de Menorca y que ella va allí todos los veranos y que este año repite y que hay un restaurante donde sirven una caldereta de langosta increíble y que hicieron windsurf y yo que sé más. O le explicas con ilusión que tu bebé de ocho meses está empezando a gatear y ella te corta contándote historias de su hijo: “pues el mío empezó a gatear a los siete meses, y yo lo llevé a la guardería enseguida, y yo nunca le di potitos, y yo, yo, y yo, y yo, y yo..."
“¿Conoces a alguien que habla por los codos, tiene incontinencia verbal, no escucha a los demás y no deja hablar?”, escribe la terapeuta madrileña Ana Hidalgo en su blog, Terapia con Ana. Teniendo en cuenta que por lo general todos tenemos que lidiar con este tipo de charlatanes egocéntricos en nuestro entorno familiar o de trabajo, Hidalgo ofrece tres estrategias para aguantarlos e incluso conseguir que te escuchen.
En primer lugar, dice, hay que descartar que su verborrea sea motivada por alteraciones psicológicas, como depresiones o trastornos bipolares. Pero la mayoría no sufren ningún problema psicológico grave y es importante que intentemos ser empáticos con ellas.
Algunas personas simplemente desarrollan este tipo de conducta al tratar de esconder su timidez. “Hablan mucho intentando tener el control de una situación que les asusta, pero los propios nervios les impiden frenar”, escribe la terapeuta.
Otras personas que pasan mucho tiempo a solas “aprovechan para soltar todo lo que llevaban dentro en el momento en el que tienen ocasión y paliar así su angustia y por eso se desahogan con el primero que llegue”, anota Hidalgo. Mi amiga Carol está convencida de que la soledad del confinamiento ha provocado que mucha gente tenga ahora unas ganas locas de hablar y ese sea el caso de mi ligue Tinder. Pero yo estoy convencida de que se trata de un tercer tipo: “los que hablan sin parar y sin escuchar a los demás por creer que son el centro del universo”, como escribe Hidalgo.
“A este tipo de personas ni se les ocurre sospechar que están aburriendo o importunando a otros. Creen que si te molestan es porque tú eres el raro pues a su modo de ver, sus historias son apasionantes”.
Una vez determinado el tipo de charlatán que se tiene enfrente, Hidalgo sugiere ser empático y tener compasión por estas personas con tanta necesidad de ser escuchados y descargar lo que llevan dentro. “En muchas ocasiones están preocupados por otra cosa y por eso no te escuchan”, dice. Así que, en lugar de ponerse borde o agresivo, recomienda recurrir a un clásico para cortar su monólogo: el banco de niebla, es decir, regalarle un halago primero: “me encanta lo bien que te explicas, por eso me gustaría que hablásemos sobre algo que considero muy importante…”
Voy a intentar seguir sus consejos con el próximo egocéntrico con el que me tope. Pero en realidad lo que a mí me gustaría es armarme de valor y soltarle otro clásico: “¿por qué no te callas?”.