El bigote del tigre es de una dureza extraordinaria. Cortado en diminutos pedazos y disimulado en un apetitoso manjar, puede ser ingerido por un desdichado que, horas después, morirá retorciéndose de dolor a causa de una perforación gastrointestinal. Algunas recientes decisiones del Gobierno de Pedro Sánchez, cocinadas para el consumo propio y de allegados, traen a la cabeza el cruel método asiático de envenenamiento. Aderezado entre un conjunto de esperanzadores anuncios, la izquierda se apresta a ingerir un anteproyecto de ley de apariencia inocua (para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI), pero que, al cabo, podría tener un efecto igualmente devastador. En efecto. Sopla viento de cola para el Gobierno. Los indultos reciben un aval creciente de la sociedad civil, y no solo en Cataluña. Europa, por descontado, ve con buenos ojos esa política de apaciguamiento. De rebote, la campaña de las derechas de Colón pierde fuelle. La UE, por si fuera poco, acaba de dar su espaldarazo al plan de recuperación económico español y los fondos Next Generation pronto empezarán a fluir. Las cifras de empleo y crecimiento permiten abrigar la esperanza de una recuperación más rápida de lo previsto. ¿Es ese contexto favorable –o quizá las múltiples presiones recibidas— lo que ha decidido finalmente al Gobierno a adoptar ahora ese texto?
La primera impresión que procura su lectura es la de encontrarse ante un parto de los montes. ¿Tantos meses de polémica acerca de las leyes trans para llegar a esto? El anteproyecto no recoge en absoluto los farragosos desarrollos del Ministerio de Igualdad –ni siquiera los de anteriores borradores del propio PSOE— acerca de la autodeterminación de género y el universo conceptual queer. Hasta el punto de que cabe preguntarse qué utilidad tiene esa nueva ley: los derechos de las personas LGTBI contra violencias o discriminaciones en cualquier ámbito están ya ampliamente recogidos en nuestro ordenamiento jurídico. ¿Se trataría de blindarlos de algún modo? Las cosas parecen ir por otro derrotero: la invocación de tales derechos sirve de excusa y envoltorio para colar la supresión de la ley de 2007 acerca del cambio registral de sexo, permitiendo que este devenga ahora efectivo, con todas las consecuencias que se derivan de ello, a partir de la simple declaración del interesado. (Sin más requisito que algunos testigos y tras tres meses de espera, lo que es lo mismo). Así pues, sin mencionarla, estamos ante la llamada autodeterminación de género. Ya no será necesario, por considerarlo patologizante, el diagnóstico de disforia emitido por profesionales acreditados –que pretendía justamente detectar posibles trastornos o situaciones traumáticas subyacentes—. Alguien podría pensar que el Gobierno propone establecer una simple formalidad administrativa. No parece gran cosa. Los pedacitos de bigote de tigre tampoco lo parecen.
Pero no se trata de una banalidad. En un mundo ideal, en un reino de igualdad y abundancia, ni siquiera se plantearía el problema. Pero, en nuestra sociedad desigual y patriarcal, desdibujar el sexo biológico, sustituirlo por un sentimiento que eleva a la categoría de identidad los estereotipos que pautan el dominio de los varones sobre las mujeres, no puede sino reforzar esa opresión. Contrariamente a la opinión emitida en alguna ocasión por la ministra Irene Montero, los cuerpos no son confusos. Si, dentro de tres o cuatro mil años un arqueólogo exhumase los esqueletos de la señora Carla Antonelli –por citar a una ferviente defensora de las leyes trans— y de un servidor, consignaría el hallazgo de los restos de dos hombres. Ninguna convención ni alteración física puede modificar el resultado, inscrito en nuestros genes, de una azarosa evolución de las especies durante millones de años. (Otra cosa es que una sociedad democrática avanzada atienda a la situación de las personas transexuales o aquejadas de disforia, mediante una ficción jurídica o facilitando un cambio de apariencia, una reasignación, en aras a su equilibrio personal y a su bienestar. Algo que permiten ya nuestra legislación y la actuación de los poderes públicos). Pero, solo existen dos sexos. Y, más allá de la orientación y las inclinaciones de cada cual, el sexo no se asigna, ni se escoge. Negar u obviar su realidad material, aunque se pinte de colores, es oscurantismo.
Desde el movimiento feminista vienen alertando sobre un extremo insoslayable: si una simple declaración certifica el cambio de sexo, todas las conquistas de las mujeres en pro de la igualdad quedan en entredicho. Porque tales conquistas pretenden contrarrestar la opresión patriarcal a que son sometidas, se sientan como se sientan, por el hecho de haber nacido hembras. La campaña feminista Contra el borrado de las mujeres se ha esforzado por romper el cerco mediático, explicitando lo que se nos viene encima. Y es que el proyecto que el Gobierno llevará al Congreso de los Diputados constituye una suerte de piedra angular de toda una arquitectura jurídica que ha ido desplegándose en los últimos años en las comunidades autónomas, donde existen ya 14 leyes trans, así como 15 protocolos educativos y sanitarios, a la espera de un encaje que permita un despliegue vigoroso de los mismos. Lo que se abstiene púdicamente de abordar el texto del Gobierno –sobre hormonación de menores o acerca de la detección precoz de niños trans en las escuelas— lo desarrollan y enfatizan las disposiciones autonómicas, plenamente inspiradas en la agenda queer. De algún modo, el anteproyecto aporta el cierre de todo ese dispositivo, posibilitando la autodeterminación en un dominio competencial que no estaba al alcance de las autonomías. El Gobierno no puede ignorar la maquinaria que está legitimando y activando.
No solo las mujeres verán amenazados sus derechos y sus espacios. Oficializar la existencia de una infancia trans significa torpedear la coeducación –que evoca el propio anteproyecto—, promoviendo los más rancios arquetipos sexistas. Escuchar a un niño explicar que es consciente de haber nacido en un cuerpo equivocado, repitiendo un discurso manifiestamente inducido por adultos y evocando percepciones ajenas a su edad, debería encender todas las alarmas. Digámoslo sin ambages: eso es maltrato infantil. Y la lógica de cuanto se avecina va en la línea de una inquietante sexualización precoz de la infancia. Por no hablar del riesgo que supondrá para los adolescentes el hecho de que los sentimientos de disconformidad con sus cuerpos, frecuentes en esa difícil etapa de cambio, en lugar de ser debidamente atendidos por profesionales competentes, sean orientados hacia una transición. Visto el entramado legislativo autonómico, el artículo 16 del anteproyecto –que prohíbe los métodos, programas y terapias de aversión o contracondicionamiento en cualquier forma– podría aplicarse a cualquier psicólogo que contrariase el sentir de un joven o de una muchacha en medio de una crisis personal. El pretendido enfoque despatologizador –que impedirá la detección de trastornos, traumas previos o, simplemente, pulsiones homosexuales rechazadas por el entorno— no hará sino inducir la demanda de tratamientos agresivos por parte de muchos adolescentes. En los países donde existen legislaciones similares, resulta llamativo el número creciente de niñas, violentadas por las pautas de feminidad que les son exigidas, que desean cambiar de sexo. Pero, no son sus cuerpos los que están mal, sino la sociedad. ¿Tendremos que esperar a ver niñas, irremediablemente mutiladas, que al cabo de unos años piden detransicionar –como ya está ocurriendo en Inglaterra o en Suecia— para darnos cuenta del daño infligido a una generación?
Quizá sea posible amortiguar momentáneamente el ruido. Leyendo el texto del Gobierno habrá quien piense que no había para tanto. Tampoco faltarán los avispados periodistas que reducirán el problema a una lucha de poder entre Irene Montero y Carmen Calvo. Pero las consecuencias de lo que se está poniendo en marcha –y que, a partir de la adopción de la ley estatal, adquirirá velocidad de crucero— se harán sentir de modo implacable en múltiples dominios de nuestras vidas. Por otra parte, el desencuentro entre la izquierda y un feminismo que se siente traicionado tendrá también impredecibles consecuencias, negativas sin duda alguna para el combate emancipador. ¡Cuidado con los bigotes del tigre!