Las fuerzas vivas de Cataluña clamaron esta semana en el auditorio de Esade a favor de la ampliación del Aeropuerto de El Prat-Josep Tarradellas. Las obras corren a cargo de Aena, que ha presupuestado invertir en ellas la bagatela de 1.700 millones. Para ponerlas en marcha solo necesita la venia del Govern. Y ahí comienzan los problemas. Ocurre que el flamante mandamás autonómico no está por la labor.
Se trata de una actuación vital para el desarrollo económico de este rincón del noreste peninsular. Y el tiempo apremia. Aena ha fijado de plazo hasta el próximo mes de septiembre. Si por esas fechas no ha recibido el visto bueno, pospondrá la iniciativa indefinidamente y dedicará sus esfuerzos y su dinero a otros menesteres.
Tanto las terminales como las pistas rozan ya la saturación. En consecuencia, toda demora en agrandar unas y otras acarreará colapsos permanentes.
La víspera del cónclave de Esade, Pere Aragonès echó balones fuera olímpicamente sobre el asunto. No se atrevió a desecharlo sin más. Se limitó a divagar e irse por los cerros de Úbeda.
En efecto, dio en lanzar una propuesta de negociaciones del estilo vaporoso que tanto agrada a los políticos. Dijo que planea convocar una “mesa de trabajo institucional”. Pretende que asistan a ella ciento y la madre, desde la Generalitat, el Gobierno de Pedro Sánchez y la propia Aena, hasta los responsables de los aeropuertos de Girona y Reus, los ayuntamientos y los agentes económicos implicados, pasando por los movimientos vecinales y ecologistas.
Se ha demostrado que cuando un político quiere enfangar y dilatar un trasiego hasta el aburrimiento, nada más efectivo que nombrar una comisión, o mejor aún, varias comisiones. Así es seguro que los meses discurrirán a ritmo perezoso y a la vuelta del verano la ansiada solución seguirá exactamente igual que antes, es decir, en mantillas.
El proyecto de marras ocasiona claras secuelas medioambientales y concita firmes oposiciones. Acaso la más virulenta es la que muestra la alcaldesa Ada Colau, a quien por cierto nadie le ha dado vela en este entierro. Pero si hay algo que le pirra es chupar cámara y opinar de todo lo divino y humano, en particular sobre aquello de lo que no tiene ni pajolera idea.
En realidad, esta antisistema encaramada a la cúspide municipal aborrece cualquier impulso inversor que no surja de su particular círculo de paniaguados. Cuando le disgustan los propósitos de los emprendedores, les descarga dos resoluciones fulminantes y se queda tan pancha. Una consiste en prohibirlos de raíz. Otra, en machacar a sus promotores a impuestos hasta que devienen ruinosos.
La edil ultraizquierdista, conocida por no resolver problemas sino crearlos donde no los hay, se declara contraria a los turistas, los bares, los restaurantes y las terrazas. Asimismo detesta la apertura de nuevos hoteles, sobre todo los de máximo lujo; de hecho, los ha proscrito de cuajo. También la ha tomado con las empresas privadas de chóferes y con los intermediarios de pisos turísticos. Rechaza de plano el museo Hermitage. Y, sobre todo, libra una batalla sin tregua contra los automóviles, sin perjuicio de seguir disfrutando de los 20 coches integrantes de la flota oficial del ayuntamiento, sufragada hasta el último céntimo por el vecindario de la urbe. En resumen, parece que Colau se la tiene jurada a todo plan privado generador de riqueza y puestos de trabajo.
Volviendo al tema de la infraestructura aeroportuaria, entre unos y otros están haciendo un pan como unas tortas, mientras la categoría de aquella va quedando relegada a una penosa segunda división. Dada la proverbial propensión de los líderes de la política regional a mangonearlo todo y a salirse por la tangente cuando algo no les interesa, mucho me temo que el acrecentamiento y modernización de El Prat lleva plomo en las alas.