En 2010, Artur Mas ganó las elecciones catalanas y proclamó que su Govern sería “el de los mejores”. Nunca vimos tal excelencia. El nuevo presidente quiso más, pensó que podía salvar a Convergència y tapar la corrupción, convocó otras elecciones en 2012 y se pegó el gran batacazo. Perdió 12 escaños. Desde entonces, los herederos de CDC viven condenados a entenderse con ERC. Las elecciones de febrero no cambiaron nada. El partido más votado, el PSC, ni ha podido intentar la investidura. A diez días del límite, se les acaba el teatrillo de amenazas y ultimátums. "Estamos ante un pacto in extremis, ante un abismo que sólo augura más del mismo desgobierno". Pero la silla es la silla y son cientos los cargos que se van a repartir. Del nuevo acuerdo independentista forzoso solo puede surgir un Govern que agoniza antes de empezar. Otro gobierno inútil.

Salía Artur Mas en la campaña de 2012 retratado con los brazos abiertos y mirando al infinito cual Moisés con sus tablas, asegurando que iba a cumplir “la voluntat d’un poble”. Yo llevaba dos años fuera de Cataluña cuando me subí a un enorme autobús con el Mesías-Mas fotografiado en ambos flancos. Recuerdo que sentí un escalofrío nada patriótico y le dije a mi compañera de asiento: “la siguiente parada, independencia”. Su cara de desprecio, me advirtió que con la patria “poca broma”. Empezaba el “procés”.

El histórico partido nacionalista, disfrazado de independentista, se quedó en 50 diputados y los convergentes vieron crecer la sombra alargada de ERC. De ese pecado original, que obligó a Convergència a coaligarse con Esquerra, nació una década nada prodigiosa. El PIB por habitante de los catalanes cayó por debajo de Madrid, Euskadi y Navarra. La que fue durante décadas primera economía española es ahora la cuarta. Algunos economistas auguran que otro cuatrienio de desgobierno y estancamiento podrían dar alas a Aragón y Valencia, comunidades cuyas economías siguen creciendo.

El voto mayoritario de CiU se ha fragmentado hasta el límite y las encuestas muestran que solo el 42% de los catalanes pide hoy un referéndum por la autodeterminación. La lucha es por un voto que no aumenta, solo se reparte y antepone la patria a la ideología. Por eso, me extrañó que la líder de los Comunes, Jéssica Albiach, acogiera con optimismo la débil propuesta de negociación de Pere Aragonès; hasta exigió que en el nuevo Govern de la Generalitat no participara la derecha, el partido de Puigdemont. Tardó Albiach algunas horas en comprender que esta ERC no es de izquierdas, es independentista. La fe patriótica, junto con el poder, tapa y perdona hasta las mayores miserias. Incluso que los socios de Govern vayan a tu sede a gritar: “Junqueras, traidor, púdrete en la prisión”. Un posible pacto con la izquierda española es suficiente para pasar de ser un ‘preso político’ a convertirte en un político que merece pudrirse entre rejas.

Los partidos independentistas han forzado tanto la épica que han fiado su suerte al corazón de los patriotas. Y los partidos no pueden decepcionar a su público. Los más leales seguidores se han crecido. Nunca había visto a Pilar Rahola, oráculo de presidentes y tertuliana pública perpetua, tan enfadada como el día del ultimátum de Aragonès. Se le salían los ojos de las gafas.

Por su parte, Elisenda Paluzie, la presidenta de la Assemblea Nacional Catalana (ANC), un invento de Mas para controlar el independentismo, se atreve hasta a amenazar. De organizar pacíficos 'Onces de Septiembre', vender camisetas y hacer listas de buenas y malas empresas catalanas, la asamblea ha pasado a exigir un acuerdo entre el segundo y el tercer partido más votados (ERC y JxCat). Paluzie anuncia la confrontación en las calles en caso de desobediencia, a la vez que exige un camino bien trazado hacia la autodeterminación. Un ente súper subvencionado, al que nadie ha votado, amenaza a partidos parlamentarios.

Se acababa el tiempo. Unas nuevas elecciones hubieran tenido un gran riesgo, sobre todo para Junts. Es como el juego de las sillas; corres alrededor de ellas y haces ver que te sientas. Pero suena el silbato y, si no te has sentado, te vas a Sevilla sin silla y sin cargos. Mientras, Esquerra se ha visto abocada a pactar con unos socios en los que no confía. Entiendo el cansancio de Aragonès, sus vanos intentos de escapar de semejante futuro. Pero apuesto a que Cataluña, si un giro sorprendente no lo impide, tendrá más de lo mismo: una Generalitat con dos cabezas, una en Barcelona y otra en Waterloo, incapaz de devolver la estabilidad al país. Acabarán formando otro Govern inútil. De los mejores ya nadie se acuerda.