“El primer principio de la democracia” --escribió G.K. Chesterton, que tiene frases espléndidas para casi todo-- “es que los hombres tienen en común más cosas de las que los separan”. En materia fiscal, desde luego, no cabe duda: se puede tener una ideología antagónica y coincidir en que los tributos son un arma de destrucción masiva, una forma de confiscación con timbre y sustento legal, pero completamente impopular. En la España del Covid --por desgracia todavía no podemos utilizar el prefijo post-- mucho más. Sobre todo si tenemos en cuenta que la pandemia ha matado a mucha gente, pero ha arruinado a más, parcialmente o por completo. Como las puñaladas, las heridas del frenazo económico --primero el confinamiento estricto; más tarde las sucesivas oleadas y las desescaladas mal gestionadas por las autoridades-- no se sienten sino transcurrido un cierto tiempo.
El pasado año, que fue la anualidad del desastre, terminó mal. El actual, a pesar de quienes se esfuerzan en ser positivos --Dios les recompense por su ciega obstinación--, va a terminar peor. Por supuesto, hablamos de la economía real, no de la virtual. Mientras el país contemplaba, sonámbulo, cómo Iglesias (Pablo) se cortaba la coleta y posaba como modelo para el nuevo catálogo de Ikea, se confirmaban los augurios: Moncloa pretende recaudar 80.000 millones más con una subida de impuestos. Progresistas, por supuesto. Justos y necesarios. Esto es lo que predican los abates en tertulias, redes y periódicos, añadiendo --aquí entra el argumentario para simples de los spin doctors-- que tenemos una enorme brecha fiscal con Europa.
De la diferencia de renta entre el continente y la Península Ibérica, por descontado, nada cuentan. Es comprensible. Les hundiría tan infalible argumento. Con los números, ya se sabe, en política se puede decir cualquier cosa. Que el cielo es negro y el mar una superficie estable. Para buena parte de la ciudadanía es como hablar gaélico: nadie no versado en la materia puede replicar nada. La presión fiscal de España en relación a Europa, que es lo que se recauda en función de la renta realmente existente, es un 10% más alta que en otros países de nuestro entorno. Todos --contribuyentes y empresas-- pagaremos más por mucho menos. Éste es el plan. Y lo haremos por todo, desde trabajar --véase la propuesta para convertir a los autónomos en los nuevos siervos de la gleba-- a consumir o respirar.
Nuestro problema no es que tengamos impuestos bajos. Es que nuestro Estado --y esto incluye a las autonomías-- no recaudan lo que pretenden en relación a sus gastos, que se han disparado como consecuencia de la debacle económica y el gasto asociado al coronavirus. Si a esto unimos la economía sumergida --cuya factura se estima en 270.000 millones de euros al año y supone un 20% del PIB-- tenemos el cuadro de la desigualdad creciente que la coalición PSOE-UP dice querer combatir, aunque nunca encuentre tiempo para hacerlo.
No se trata de convertir un círculo en un cuadrado. Se trata de debatir en qué se utiliza el dinero público. Desde luego, no en los servicios sociales: la pandemia evidencia que tenemos una sanidad sin recursos suficientes y un escudo social que únicamente ha cobrado –bajo el amparo de una generosa cesantía– el líder (caído) de Podemos, antaño azote de unos ricos entre los que ya figura por derecho propio. La única forma de evitar recortes en lo esencial --salud, empleo, emergencias sociales-- en un país endeudado para varias generaciones –y España se encuentra en esta situación– pasa por una evaluación a fondo del gasto corriente, que es el factor que consume la mayor parte de los presupuestos públicos.
Esto es lo que siempre queda al margen de la discusión, mientras la ministra Montero, una heroína que hundió la sanidad en Andalucía, y que reclamaba como suyos los tributos sobre las herencias ajenas, lanza distintos globos-sonda de la que se avecina para que todos --clases medias incluidas--vayamos haciéndonos el cuerpo ante el quebranto que supone, en un país en default técnico, incorregible e irreformable, incrementar el precio de todo, desde la comida hasta las autovías por las que circulan las mercancías básicas. Nada nuevo, por otra parte. Rajoy, amén de la Gürtel y el affaire Bárcenas, hizo algo similar después de prometer lo contrario nada más llegar al poder, cuando se topó con la reverberación radiactiva de la famosa burbuja inmobiliaria, convertida a continuación en una crisis financiera.
En realidad, da igual quien gobierne: todos los Ejecutivos hacen lo mismo. Que el documento remitido a Bruselas --el Plan de Recuperación y Resiliencia, un trampantojo insufrible-- se encabece con el lema España puede, no deja de ser una ironía. No sólo porque el hachazo tributario no vaya a contribuir a la recuperación económica, y mucho menos a una salida de la crisis “justa, equitativa y progresiva”, sino porque tal frase --si se fijan-- puede decir una cosa y su contraria. Absolutamente cualquier cosa. El ensanchamiento de las bases tributarias es una milonga descomunal. Ahora y también en 2023. Si es que entonces todavía seguimos vivos.