Históricamente, España ha tenido dos modelos de gestión de carreteras de alta capacidad. El primero se basó en la ley 8/1972 de 10 de mayo y estuvo centrado en el impulso de las autopistas de peaje. La Administración no disponía de los suficientes recursos para realizarlas y delegó su construcción en el sector privado

No obstante, éste únicamente las hizo entre las localidades donde el tráfico aseguraba una elevada rentabilidad de la infraestructura. Por tanto, en materia viaria, en las décadas de los 70 y 80, nuestro país se dividió en dos partes: las ciudades más pobladas y turísticas conectadas por autopistas de peaje y el resto por carreteras convencionales.

El segundo modelo se diseñó en 1991 y apostó principalmente por las autovías gratuitas. Una gran parte de la financiación necesaria para construirlas provino de los fondos estructurales y de cohesión de la Unión Europea. Unos recursos destinados obligatoriamente a las comunidades menos desarrolladas, con la finalidad de estimular su crecimiento económico y mejorar la conexión con el resto del país.

Los sucesivos gobiernos permitieron a las empresas licitadoras continuar la explotación de las autopistas construidas e incluso alargaron el período de concesión de algunas. Una decisión cuyo resultado hizo que una parte del país no pagara nada por utilizarlas y la otra sí. Un desequilibrio generador de constantes quejas por parte de algunos partidos políticos, especialmente de los nacionalistas catalanes.

En 2018, el ejecutivo del Partido Popular cambió de criterio y planeó la reversión a la Administración de cualquier autopista de peaje que perteneciera a la red de carreteras del Estado. Los principales motivos fueron el elevado precio por km percibido por las concesionarias, la eliminación de los agravios territoriales y la creación de un sistema de financiación más justo.

La llegada del nuevo gobierno de coalición no significó un cambio de prioridades. La finalización de las concesiones siguió suponiendo la desaparición de los peajes y la impopularidad de volver a gravar las autopistas liberadas hizo que el Ministerio de Fomento no tuviera ninguna prisa en generar nuevos ingresos que sufragaran los mayores costes.          

No obstante, la necesidad de elaborar un plan de recuperación, para acceder entre 2021 y 2027 a fondos europeos por valor de 140.000 millones de euros, ha obligado recientemente al Ministerio a concretar sus planes. A pesar de la presión de Bruselas, aún quedan muchos cabos sueltos. Sin embargo, sí queda claro que en 2024 la gratuidad de las actuales autopistas y autovías libres de peaje finalizará e incluso el desembolso puede extenderse a otras carreteras.

En la Unión Europea, la mayoría de los países hacen pagar a los usuarios de las vías de alta capacidad, siendo las excepciones los países bálticos, Finlandia y Luxemburgo. Los principales sistemas son una cuota semanal, mensual o anual (conocida como viñeta), que permite utilizar la infraestructura tantas veces como el conductor quiera en el período señalado, o una compensación por cada kilómetro realizado.

La segunda opción es la elegida por el Ministerio de Fomento, siendo el precio inicialmente establecido de 1 céntimo de euro por km. Un importe considerablemente inferior al promedio del coste actual de las autopistas de peaje españolas (10), francesas (8,6) y portuguesas (7). Un nivel que no durará demasiado tiempo, pues implicaría una recaudación notablemente inferior al importe anual del mantenimiento de la red estatal (1.300 millones de euros).

En definitiva, las carreteras, autovías y autopistas libres de peaje nunca han sido gratis, aunque directamente no pagáramos nada por utilizarlas. Su coste es elevado y se divide en dos partes: construcción y conservación. El primero se abona una sola vez, el segundo cada año.

En los próximos ejercicios, el país no puede caer en los errores de la pasada década y realizar un insuficiente mantenimiento de la red viaria porque necesita reducir el déficit público. Las principales consecuencias actuales atañen a los pavimentos en mal estado, señalizaciones defectuosas y barreras de seguridad deterioradas. En 2019, según la Asociación Española de la Carretera, el desfase inversor acumulado alcanzó los 7.643 millones de euros.

Para evitar un mayor deterioro de las vías y una sustracción de fondos al gasto social y a la inversión en infraestructuras, creo que los ciudadanos deberíamos pagar directamente el coste que supone su uso. En cualquier caso, los impuestos sufragados serían mucho menores que los que gravan la gasolina, donde la suma de los distintos tributos supone el 54% del precio.

Desde una perspectiva tributaria, el modelo más adecuado haría que solo pagara quien utilizara la vía y lo hiciera en mayor medida quien más kilómetros recorriera y contaminara. No obstante, la anterior propuesta perjudicaría a los que usan de forma recurrente el automóvil para desplazarse al trabajo o una furgoneta o un camión para mover mercancías de una a otra localidad.

Una penalización injusta que podría resolverse mediante la creación de dos tarifas alternativas: un abono anual o un pago por kilómetro. No obstante, dudo mucho que el gobierno se atreviera a fijar las dos tarifas a un nivel que le permitiera obtener 1.300 millones de euros anuales y financiar por completo el mantenimiento de la red estatal libre de peaje. El ejecutivo acertará si actúa prudentemente y eleva poco a poco los importes de las tarifas, pues el tema constituye un material muy sensible que le puede hacer perder muchos votos y no ganar ni uno solo.

Por tanto, aunque sea de forma parcial, tengo la impresión de que en la presente década las carreteras seguirán siendo financiadas a través de distintos impuestos vía Presupuestos Generales del Estado. En materia tributaria, cualquier cambio a peor es un peligro y debe hacerse lenta y sigilosamente.