La de mañana será una larga e intensa noche, a la espera de unas elecciones en la Comunidad de Madrid que nunca habían sido tan notorias, que unos y otros han polarizado y, de distinta forma y magnitud, afectan a todos a nivel nacional. Ello a pesar de que se trata de unos comicios que habrá que repetir dentro de dos años, cosa que les da un carácter de provisionalidad. Aunque esto tiene una importancia relativa: con un poco de suerte, en ese plazo, podemos tener nuevas elecciones catalanas y hasta generales. Pero hay algo que llama poderosamente la atención: ¿cómo es posible que una campaña como la vista se prevea con tanta participación según las encuestas?
Cierto es que los institutos demoscópicos tienden a no alejarse demasiado entre sí y mantenerse en la tendencia general por temor a equivocarse saliéndose de la tónica imperante. Pero hablar de una participación récord, cercana incluso al 80%, según algunos sondeos, resulta más que llamativo, simplemente contemplando la serie histórica de las elecciones en la capital, más aun teniendo en cuenta que mañana será día laborable. Pero también tras haber asistido a una campaña binomial, no solo por lo de comunismo/libertad o fascismo/democracia, también por haberse producido una especie de criminalización del adversario, una “brutalización de la política”, como advertía hace unos días José Álvarez Junco, y muestra evidente de un debate al margen por completo de la difícil situación que atraviesan tantas personas. Tal como si convivieran dos realidades paralelas, ajenas entre sí y hasta opuestas en sus formas.
La dialéctica de los contrarios, aquello de la tesis, antítesis y síntesis resulta aquí agua pasada. Me resisto a creer que en la ciudadanía se haya instalado tal nivel de rechazo ético y desautorización del adversario, de deshumanización de la política, una dialéctica infernal ocupando el escenario para disfrute exclusivo de la política como profesión, para deleite de sus principales protagonistas y su reflejo en los medios de comunicación. Dudo que la gente esté instalada en esta pelea animada por gurús, asesores y analistas de diverso tipo, sino que vive alejada de todo ello.
Esta batalla campal nos ha brindado un lenguaje bibloquista entre lo colérico y lo ofensivo, rayano con el desprecio absoluto al contrario, frivolidad, fanatismo e intolerancia por doquier. El único objetivo: mantener o llegar al poder incentivando una tensión verbal y emocional que dista de describir una situación, una verdad o un enunciado. Es la nueva anormalidad que vivimos desde hace un tiempo y que recupera la vieja disputa izquierda/derecha con tintes totalitarios y excluyentes cuando el país necesita diálogo y pacto más que nunca. La tensión vivida y la que pueda quedar es, además, una dificultad más para afrontar las reformas que reclama Bruselas.
Las dos grandes formaciones llegadas desde el pasado bipartidista son presas de sus extremos: el PP de Vox y el PSOE de Podemos. Cada partido ha hecho la campaña pensando en los demás, no en los votantes. El Eurobarómetro concluía recientemente que el 90% de los españoles desconfía de los partidos políticos, lo que denota hartazgo y lejanía. Sin embargo, todos los estudios coinciden en esa elevada participación electoral: sorprendente. Votar en masa, ¿para qué? ¿Para hacerlo en contra? Tras una campaña sin contenido, especialmente ideologizada y ajena a las inquietudes cotidianas, a los problemas del paro, la pobreza, la incertidumbre económica que nos atenaza, la defensa del progreso, la superación de las desigualdades o el impulso de una comunidad ética como fundamento de una sociedad más justa. Hasta las manifestaciones del pasado 1 de Mayo expresan esa especie de contaminación cainita que se resumía en dos grandes reivindicaciones: derogar la reforma laboral y arrinconar a Vox. Y en Madrid con un buen puñado de ministros en el cortejo.
La ultraderecha no pondrá en jaque la democracia, como tampoco la ultraizquierda. Por más que moleste o chirríen a unos u otros sus discursos corrosivos. Los aprendices de brujo de La Moncloa alimentaron a Vox y Podemos: para desgastar a los adversarios, en un caso, y para detentar el poder, en otro. Ahora hay gentes que les suscita dudas votar PSOE o PP como resultado de un dilema moral: pensar que su voto vaya indirectamente a cualquiera de los dos extremos en función del juego de coaliciones que se abra mañana. Lo más preocupante es que quedemos atrapados en esa dialéctica de la hostilidad y la bronca permanente o que un populista marque la agenda porque eso sí que implica peligros de convivencia.
Tropecé el otro día, hurgando entre mis libros, con El papel del individuo en la historia del ruso Jorge Plejanov, una de esas reliquias bibliográficas que conservamos. Pensé de inmediato en Albert Rivera y el carajal que nos dejó por su fatuidad y ambición. Pero también recordé que Hugo Chávez se declaraba impresionado por esta obra que le llevó a abrazar la revolución. Desconozco si Pablo Iglesias ha estudiado esta obra que sostiene que un gran hombre lo es sobre todo por estar dotado de cualidades que le convierten en el individuo más capaz de servir a las grandes necesidades sociales de su época. El líder de Podemos parece que salvará los muebles de su organización superando la barrera del 5%, entre otras cosas porque tiene un núcleo de feligreses que no le abandonarán, haciendo honor a su apellido. Pero la justicia poética también existe: los tres construyeron algo desde la nada y lo han destruido o están en fase de conseguirlo.