Los cocineros top del mundo, los Bocuse, Guérard o Lenôtre, han mantenido a sus clientes gracias al gusto natural de sus carnes, pescado o legumbres; pero mientras, al otro lado de la línea, el pícaro de los fogones mistifica a base de guindilla la langosta y el bogavante de los mares cálidos. En chez Jordi Cruz se come bien; no digo que sea una mezcla de ambos bandos; digo que el masterchef implica al comensal, le convence por pragmatismo y estética, que es tanto como decir por olfato y presentación. El joven manresano ha desenterrado de la Cataluña central el paladar de los exégetas, los Julio Camba, Pardo Bazán, Néstor Luján o Álvaro Cunqueiro. Es rápido y anticeremonioso; dijo un día que, en Madrid, él votaría a Díaz Ayuso, el vuelco cultural de los pragmáticos dispuestos a evitar el contagio antropológico de la cosa catalana. Es un cocinero que no esferifica el suflé; tira a matar a base de hojas verdes o de ajoblanco con uvas; también practica la sazón de la ajedrea y el tomillo. Tiene la habilidad de fusionar lo local con el toque antillano tan en boga ahora mismo, marcado por la diversidad de platos, que provienen del Peper pot o cocido Trinidad.
Cruz pondrá en marcha su nueva sede, el Atempo, que ha cerrado en Sant Julià de Ramis (Girona) y reabre en Barcelona, aprovechando la caída de los alquileres en la Ciudad Condal, causada por la pandemia. El desierto de la restauración deja huella y paralelamente anima a los audaces, convencidos de la oportunidad en medio de la penuria. Cuando no había dinero, en la corte de Napoleón III, doña Eugenia de Montijo, aquejada de sobrepeso, inventó los falsos muslos de pollo hechos con hígados de reno y mermelada; y lo cierto es que los recetarios de Alejandro Dumas (padre) dan buena cuenta de aquella época de mal fario, decaimiento generalizado y final infeliz. Pero la exquisitez impostada es muy anterior; viene del siglo XIV, cuando los nobles del Decamerón, recluidos en almuerzos inacabables para evadirse de la peste negra, declamaban cantos y cuentos del príncipe Galeoto, y cocinaban cartílagos extraídos del interior de los huesos de las patas traseras del rinoceronte. En su refugio frente a la pandemia, los comensales de Giovanni Boccaccio hablaban del amor, la inteligencia y la rueda de la fortuna, que había sido tan benevolente con ellos. Y si esto de la profilaxis del Covid-19 se alarga, nosotros nos veremos abocados a encontrar nuestro refugio, que bien podría ser crucista.
La empresa de Jordi Cruz cuenta con implantación sobrada en Barcelona, empezando por el Abac Restaurante, dentro de un hotel fantástico al pie del Tibidabo y a dos pasos del tranvía azul. Allí disfruta de una estrella junto a las dos de Angle y Atempo, el restaurante que ahora reinventa en Barcelona dándose prisa por conservar su prestigio nacido en Girona, ganando así una de las tres estrellas que ha perdido Albert Adrià tras la caída del grupo El Barri que ha impuesto echar la puerta de los Tickets, Pakta y Hoja Santa. No sé si es buena señal que la empresa de Cruz, Grup Abac, un conglomerado de hostelería y restauración, haya escogido para el nuevo establecimiento el número 200 de la calle Còrsega, justo donde estaba el Gaig, un patrón autoproclamado devoto de la cocina de mercado con un toque de sabiduría. Carles Gaig ha sido el jefe de cocina del establecimiento familiar de Can Gaig, fundado en 1869 en el barrio de Horta de Barcelona, que ha mantenido a cuatro generaciones del mismo tronco en vilo. Pero el Gaig de Còrsega cerró en 2019 por la mala gestión de su espacio, dicen los entendidos, y desde entonces se da por descontada la desprotección de una marca.
Los relevos de orientación y generación al frente de los fogones son ahora el pan de cada día. La velocidad de creación propulsa nuestra cocina hasta cotas insospechadas por creadores de los años de digestión lenta, reflejados en La Casa de Lúculo (Camba) o en los escritos culinarios del doctor Marañón, aquel médico que legó a su familia las brasas de un Cabañal toledano y miles de remedios para las enfermedades de la tibieza mental.
Para los nuevos cocineros españoles, la “gran cocina” es un arma de clase, que ellos rechazan con sabia humildad. Cruz y las seis estrellas Michelín que ya posee empiezan allí donde arrancan la meritocracia y la invención; allí donde murieron un día el arcaico Brillat-Savarin, glosa de la burguesía balzaquiana y sagarriana pasadas a mejor vida, y donde desaparecieron los mitos de Levy-Strauss, el estructuralista del triángulo primitivo: “Lo crudo, lo cocido y lo podrido”. El cocinero del refundado Atempo germinó en el fuego y los estudios culinarios, una rama del humanismo que se precia. Solo así se llega desde la cocina de Escipión el Africano hasta las salazones, la charcutería, los escabeches o las empanadillas.
El negocio ruge de rencor y destemplanza ante el inminente anuncio de apertura pospandémica. Los empleados del ERTE en la empresa de Cruz deberán reinventarse para convencer a los jueces de Michelín, pese al cambio de domicilio social. Al fin y al cabo, ellos no dejaron la plaza de Girona, sino que se vieron obligados al cierre, forzados por la propiedad de la piedra, que quería destinar la cocina-fortaleza de Sant Julià de Ramis a otros menesteres. La casa-Cruz renueva su apuesta por el Eixample barcelonés; lo hace sin el boato y la pompa de los que gastronomizan la comida, ficción del lenguaje. No habrá mollejas a la financiera ni tampoco veremos en su carta los riñones al jerez del antiguo Finisterre, el plato de los tiburones en los años del parqué en el Salón neogótico de la vieja Bolsa; pero de postre se servirá, estoy seguro, la confitura de almidón sacarinizado.