Como ocurre casi siempre en España, y a veces también en otros sitios, la crisis de imagen de AstraZeneca, cuya vacuna contra la pandemia se encuentra sumida en un naufragio de credibilidad, ha polarizado a la opinión mediática. Unos, los optimistas, alertan contra quienes están advirtiendo sobre los riesgos –ciertos– del suero anglosueco, el más barato de todos los disponibles en el mercado (persa) de los remedios sanitarios. Otros, los pesimistas, insisten en lo que primero se desmintió y, a medida que pasa el tiempo, evidencian los datos científicos: existe un vínculo, aunque estadísticamente sea muy bajo, entre el remedio de Oxford y las trombosis cerebrales mortales que han sufrido algunos de los vacunados. Sobre todo, mujeres.
La sensación general de confusión, alimentada por diversos gobiernos europeos, que decidieron suspender temporalmente la administración de la vacuna para después reiniciarla y, más tarde, limitar su uso a determinados grupos de edad, ha conseguido que, en el inicio de la cuarta ola de la enfermedad, muchos ciudadanos opten por no ir a las convocatorias para vacunarse. Prefieren el riesgo del Covid –y sus crecientes variantes– a formar parte de las excepciones a la norma. Parece comprensible: nadie quiere arriesgar su vida para dar o quitar la razón a los científicos que insisten en relativizar los riesgos de sus remedios. La escasez de casos no suspende la gravedad de los contratiempos. Ponerse una vacuna no es jugar a la lotería.
Existe una evidente urgencia –primero por motivos sanitarios; después por interés económico– por lograr que el mundo vuelva a ser (aunque sea parcialmente) como antes, pero se trata de una aspiración condenada al fracaso. Todo es distinto, salvo las mentiras. El Covid no sólo ha traído muerte y sufrimiento para millones de personas. También nos hace dudar de la ciencia que, aunque ha logrado un remedio en un tiempo extraordinariamente corto, no es infalible. Convendría recordar que el vínculo entre AstraZeneca y las trombosis no es un invento: fueron investigadores de la universidad de Greifswald quienes descubrieron las causas que los fabricantes desconocían (u ocultaron).
Causa asombro que ni los gobiernos ni la Unión Europea, que cuentan con presupuestos y recursos para proteger a la población, no averiguaran lo que sucedía por sí mismos cuando aparecieron los primeros casos, a los que ahora se suman otros –en apariencia– provocados por la vacuna de Janssen. Los científicos alemanes dieron con el problema y encontraron una solución –tratar a los afectados con inmunoglobulinas y anticoagulantes no heparínicos–, aunque parece que desde instancias médicas y políticas hay interés en negar la mayor con una vehemencia sospechosa. El sentido de la prudencia, que desde la Antigüedad ha sido la guía de la profesión médica, aconsejaría prescindir del suero de Oxford y sustituirlo por las opciones alternativas –Pfizer y Moderna, más caras–, no tanto porque éstas sean perfectas, sino porque, en caso contrario, el proceso de vacunación masiva fracasará sin remedio.
Las cosas –nos enseña Pirandello, el dramaturgo italiano– no son exactamente como son, sino más bien como parecen ser (a la gente). Por mucha insistencia que muestren los políticos y algunos virólogos en defender la efectividad de AstraZeneca, eso no va a hacer que la población prescinda de sus miedos, que son libres. Hacer comulgar a la gente con ruedas de molino no parece una estrategia inteligente en favor del interés general. Ninguna vacuna es inocua ni garantiza una eficacia total, pero su objetivo –antes que curarte o impedir que enfermes– es no matarte. Cada uno debería poder elegir su muerte.