Los sombreros son como los viejos balnearios marcados por la belleza. No precisan remodelaciones barrocas de temporada; sobreviven bajo el sol gracias al ala ancha de los Bronte o brillan en los crepúsculos de lluvia fina, cumpliendo su cometido con eficacia y sin necesidad de someterse a los excesos lumínicos. La magia de los sombreros bonitos requiere una artesanía basada en el fieltro y la paja toquilla; para fabricarlos, hay que aplicarse mucho en la tela, el sinamay, la pedrería, las flores, los metacrilatos, las plumas o las hormas Styrofoam. La última estación de un sombrero genial no es la mítica Casablanca de Bogard y Bergman; tampoco viaja sobre las testas de Jackes Deray o Jean-Paul Belmondo, en la película Borsalino, que convirtió la marca piamontesa en la quintaesencia de un estilo desenfadado.

Un sombrero de esta guisa fue precisamente lo que compró, no hace tanto, Robert de Niro en Sombrerería Mil, la emblemática tienda de la Calle Fontanella, con los escaparates acristalados, volcados sobre la acera de la Plaza Urquinaona. El actor supo que Scarlett Johansson se le había adelantado, aprovechando las ventajas de precio entre España y la Quinta Avenida de NY; y claro, no quiso ser menos, como le ocurrió al mismo Lou Reed, en la misma tienda. En un tiempo, estos sombreros longevos de Vittorini Vaccarino se convirtieron en parte  del atrezo de Fred Astair, Winston Churchill, Pancho Villa o Ernest Hemingway. Lo llevaban Federico Fellini, Charlie Chaplin, Orson Welles y hasta el papa Juan XXIII se lo ponía en sus paseos estivales de Castel Gandolfo.

 

 

Historia de "Sombrería Mil", la clásica tienda de Barcelona / SOMBRERÍA MIL

Así lo recuerda Nuria Arnau, la dueña y líder de la cuarta generación de Sombrereria Mil, una emprendedora que nació entre máquinas de coser, telas, patrones y moldes de madera. La fundación de su empresa data de 1865, cuando Tomás Antonés Torroja creó un taller en el casco antiguo en plena fiebre de los archiconocidos Panamá, aquellos sombreros creados en la lacustre bahía del Guayas (Ecuador) que poblaron las cubiertas soleadas de los vapores de la Trasatlántica.

El hijo del pionero, Tomás Antonés Antonés, siguió la tradición y entró en el negocio del retail; en 1914, cerró su antigua tienda en la Calle Hospital y abrió el establecimiento de la Calle Fontanella para vivir una etapa de éxito, a partir de 1917, coincidiendo con el fin de la Gran Guerra, fabricando y vendiendo canotier y sombreros de copa en plena expansión del comercio internacional. Después del desastre de Verdún, París se convirtió en la patria del tocado y Barcelona fue su ciudad hermana. La ópera de Garnier estrenaba piezas casi desconocidas, como Il viaggio a Reims (Rossini) o Lucio Silla (Mozart), con los palcos a rebosar de sombreros de dama. Por su parte, Barcelona, ciudad melómana, no olvidó nunca los adornos de Sombrería Mil  para ver la relación amorosa entre Mimí y Rodolfo en La Bohème, o para llorar frente a la joven geisha, Cio-cio San, en la conmovedora Madama Buterfly.

Vocación artesana

Antonés Antonés ahijó a su ayudante, Joan Arnau, cuando el negocio alternaba el  éxito con los altibajos del consumo. Fue Arnau el que mantuvo realmente la vocación artesana y clientelar de sus mayores. Los Arnau recuerdan que, mucho después, el negocio atravesó una etapa de bonanza, entre 1982 y 2006, y aun posteriormente, en 2017, experimentó su último repunte espectacular. Hoy, Nuria Arnau contiene el aliento desde su taller de la invención, donde contribuye con sus propias creaciones al éxito de marcas y, al mismo tiempo, afronta los complejos estéticos de una sociedad que ha dejado de ser miscelánea para caer en el puritanismo reiterativo del resentimiento. Sus dos hijos, Jordi y Sergi Creus Arnau, se encuentran en pleno relevo; la quinta generación quiere seguir, pero su vocación está siendo puesta a prueba por un entorno económico que reduce el poder adquisitivo del comprador y exige inventar el futuro.  

La Sombrería Mil de Barcelona en un spot / BANCO SABADELL

Antes de ponerse al frente del negocio, Nuria Arnau --hija de Joan Arnau-- aprendió por herencia paterna y, cuando lo tuvo claro, remató sus conocimientos con Ian Bennett, Carole Maher y Dillon Wallwork. Rozó la gran tradición de Cocó Chanel, mujer de gabán masculino, cuello alto y corbatín. En Mitos de la moda, la biografía de Grabielle Chanel, la modista parisina nacida en provincias explica que se hizo llamar Cocó por la cacofonía de sus propias canciones de cabaret, como Qui qu’a vu Coco y Ko-Ko-Rico.

Nuria recibió por influjo los secretos que quedan suspendidos en los talleres de artesanos que tanto le gustaron al gran mecenas Eusebio Güell Becigaluppi, vecino de Platería, Rambla, Pi o Petritxol, en la lejana Barcelona del Palau Moja. Aquel enorme vizconde, punto de encuentro entre los Comillas y la saga textil iniciada por Juan Güell, defensor del arancel, les compró sombreros a los antepasados de los Arnau. Y actualmente, en las celebraciones que cada mes de octubre tienen lugar en la Colonia Güell, en Santa Coloma de Cervelló, los exempleados de la antigua fábrica lucen los tocados de época encargados a Sombrerería Mil.

Algunos de los cientos de diseños que posee la famosa tienda barcelonesa / SOMBRERÍA MIL

La casa ofrece la gorra de angora o fieltro y nunca se ha arrepentido del paso de los Stetson por sus escaparates. Los sombreros que lucieron Paul Newman y Robert Redford, en Dos hombres y un destino, tienen la misma antigüedad que Somberería Mil; nacieron en 1865, de la mano de John Batterson Stetson, el creativo que innovó el estilo cowboy, el sombrero de calle con vitola casual, para convertirlo en el placer semioculto del urbanita, dispuesto a destacar sin dar la nota. La sombrerería de Urquinaona guarda su secreto en el stock de 7.000 artículos entre sombreros, viseras, pamelas, boinas y demás diseños para cubrir cabezas, a los que se añaden otros 3.000 entre guantes y otros complementos. Pero no está sola; la misma Nuria Arnau cita a su competidor, la sombrerería Obach, fundada en 1927 y situada en el corazón del Barrio Gótico, en la que su primer dueño repetía siempre el mismo ritual: ofrecía una silla al cliente y le ponía el cenicero encima del mostrador; el habano encendido tarda una hora en consumirse, el tiempo en el que visitante tiene tiempo de admirar y adquirir un par de sombreros. En Barcelona conviven otras tiendas de sombreros singulares para el paseante capaz de apresurarse despacio; entre ellas, la casa Rius de Forns (en pleno Eixample), donde el tiempo se detuvo en los años de la elegancia; Gema Galdón del barrio de Gracia, que trabaja con paciencia infinita aplicada a rafias, seda, flores, plumas o pasamanería o la misma Lito& Lola, nido de pamelas, turbantes y diademas.

La curiosidad reside en el escaparate; proyecta un campo que linda con el silencio irradiante del voyeur, uno de los efectos Barcelona comparables a la pintura de Durero, el experimento plástico diabólicamente atractivo. Los Arnau lo han comprobado en la mirada del cliente que saborea, por ejemplo, los éxitos del Fedora de ala plana, el sombrero creado por el exmodelo Nick Fouquet, o el tocado estrecho que encajonó al actor Walter White en el papel de malvado. La foto fija del comprador ilusionado reside en los ojos del dependiente y el secreto de la buena venta es el intercambio inconsciente que ambos establecen. En el caso del sombrero, la atracción incontenible del disfraz actúa como un reclamo que se apodera de la mercancía.