Si sumamos el tiempo del trabajo remunerado, el cuidado de los hijos e hijas y las tareas del hogar, las madres trabajadoras dedican un mes más de trabajo al año que sus parejas. Es lo que descubrió Arlie Hochschild tras investigar y seguir durante una década distintos grupos de familias y estudiar la brecha de ocio que existía entre hombres y mujeres. A este mes de trabajo extra lo bautizó como “doble jornada”. Es el título que lleva su libro, que acaba de ser publicado en castellano por Capitán Swing, y en el que, con ejemplos y estadísticas, describe algo que la economía feminista viene reivindicando desde los años 90’: las mujeres se encargan desde siempre de tareas indispensables para el mantenimiento de la vida pero no se les paga por ello. Es un trabajo que permanece invisible en el PIB, pero la vida no sería posible sin estas tareas que las mujeres hacen de forma gratuita.

Este 8 de marzo ha llegado en un momento en que abordar estas cuestiones se ha vuelto más urgente que nunca. El cierre de colegios, el confinamiento y el teletrabajo han hecho aún más insostenible la carga de la doble jornada. La pandemia ha venido a decirnos que las mujeres no sólo necesitan acceder al poder sino que el mundo que se les ha asignado tradicionalmente, importa. También que el sistema económico debería reconocerlo.

La economía feminista aparece así como una alternativa porque propone un modelo en que las mujeres tengan un papel diferente al que se les asigna hoy en la organización social. Propone dar la vuelta a una sociedad donde la norma es la desigualdad para trabajar por la igualdad, algo que no sólo tiene que ver con la justicia social sino también con conseguir relaciones más satisfactorias entre hombres y mujeres. Porque otra de las cuestiones que plantea Hochschild en La doble jornada, es cómo la desigualdad en el reparto de tareas acaba socavando los vínculos afectivos y sexuales de las parejas.

Hace ya una década, Josie McLellan planteaba en otro libro, Love in the Time of Communism, que la independencia económica y la libertad para relacionarse en igualdad posibilitan una cultura donde las parejas tienen relaciones más sanas y satisfactorias. Lo hacía a partir del análisis de la división de Alemania durante la Guerra Fría y cómo esto derivó en dos modelos distintos de abordar las relaciones sexuales y afectivas. En la parte Occidental, el capitalismo fomentaba los roles de género tradicionales en los que el hombre ejerce como proveedor mientras la mujer permanece en casa encargándose de los cuidados y el trabajo doméstico. En la RDA, la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral, acompañada de políticas encaminadas a promover la independencia y la corresponsabilidad, derivó en formas distintas de relacionarse afectiva y sexualmente.

Las parejas del Este tenían prestaciones que garantizaban un nivel básico de vida: empleo, vivienda, acceso universal a la salud y a la educación, anticonceptivos, guarderías públicas y un generoso cheque bebé. La decisión de separarse o permanecer juntos se tomaba libre de los condicionamientos que tenían las parejas del lado occidental y eso se traducía en relaciones más satisfactorias en todos los sentidos. Hay mucho de esto en los numerosos testimonios que contiene el libro de Arlie Hochschild que revela como la desigualdad no sólo perjudica a las mujeres sino que hace más infelices a los hombres, que se ven abocados a roles que no han elegido.

La doble jornada acuña términos indispensables que ya forman parte de nuestro vocabulario, como “estrategia de género” o “revolución estancada”, y revela cómo a pesar de que la sociedad nos repite constantemente lo mucho que han cambiado las cosas en el último medio siglo, seguimos en gran parte atrapados en unas estructuras sociales que nos impiden avanzar.