La seguridad pública está encomendada constitucionalmente en exclusiva al Estado, es decir, al Gobierno de España, sin perjuicio de la posibilidad de creación de policías autonómicas, como es el caso de Cataluña, Euskadi y Navarra, por ejemplo. En estos casos, la competencia de seguridad pública pasa a ser compartida por dos gobiernos que conforman la estructura política e institucional del Estado, el central y el autonómico.

Hace casi dos semanas que las calles de varias ciudades catalanas, especialmente las de la ciudad de Barcelona, están inflamadas de violencia practicada por grupos de alborotadores que pretenden escudarse en una supuesta defensa de la libertad de expresión y que reciben el amparo, cuando no el auxilio y el patrocinio, de fuerzas políticas con representación parlamentaria que hace varias legislaturas que han escogido la vía de la ilegalidad como eje central de su acción política.

En una situación de alarma doble, la derivada de los graves efectos sanitarios y económicos de la pandemia, que hace más de un año que nos azota, y la que se refiere al nivel 4 de alerta antiterrorista, que está vigente desde 2015, grupos organizados y, como ya queda dicho, jaleados por determinadas facciones políticas, pretenden sembrar el caos en las calles, atacando comercios y establecimientos de toda índole pero, sobre todo, haciendo de las fuerzas y cuerpos de seguridad un objetivo preferente, al que se pretende infligir el máximo posible.

Los asaltos a las comisarías de Mossos d’Esquadra y de la Guardia Urbana de Barcelona, el intento de homicidio que hemos podido ver desde diversos ángulos en videos que ya se han hecho virales, en que un agente de la Urbana barcelonesa estuvo a punto de morir abrasado en el interior de su vehículo policial, se vienen sucediendo día tras día sin que la condena sea firme y unánime y, lo que es más grave, sin que los responsables competenciales de la seguridad pública hayan tomado las riendas de sus responsabilidades para atajar, de forma rápida y contundente, la escalada de violencia gratuita que nos afecta.

Todo ello en un clima enrarecido, en el que se pretende usar a los Mossos d’Esquadra como moneda de cambio en un proceso de investidura al que la policía catalana debería ser completamente ajena. El vicepresidente en funciones, Pere Aragonès, ha tardado varios días en condenar, con sordina, la violencia ejercida contra su policía. Y el consejero de Interior, Miquel Sàmper, en lugar de exigir los medios humanos y materiales necesarios para parar en seco la escalada de violencia, se ha permitido utilizar como cortina de humo a su incompetencia el falso debate sobre el modelo policial.

El modelo policial, en el caso que nos ocupa el modelo de actuación para el mantenimiento del orden público, ya ha sido debatido y decidido en el Parlamento de Cataluña, en la X Legislatura, el 18 de diciembre de 2013. La Resolución 476/X del Parlamento de Cataluña, por la que se aprueban las conclusiones del Informe de la Comisión de Estudio de los Modelos de Seguridad y Orden Público y del Uso de Material Antidisturbios en Eventos de Masas, no ha sido implementada por el Departamento de Interior del Gobierno de la Generalitat, pese al mandato parlamentario y a que su desidia ha repercutido negativamente en la capacidad operativa de las unidades antidisturbios de la policía catalana.

A esa desidia continuada, que ya ha visto a cuatro consejeros de Interior durante las tres últimas legislaturas, se añade la voluntad expresada por la cúpula de Interior de no ejercer la acusación particular en los delitos de atentado a la Autoridad, salvo en los casos en que conlleven lesiones para los agentes de Mossos d’Esquadra. Una posición política que podría incurrir en el tipo penal de prevaricación y que ha sido denunciada a Fiscalía por Ciutadans. Y una posición política, la de abandonar a su suerte a los agentes afectados por delitos cometidos por alborotadores que atenten contra su autoridad, que contrasta con los más de 40.000 euros empleados por Interior en la contratación externa de la defensa del mayor Trapero y de la intendente Laplana, acusados ambos de presunta sedición a raíz de su actuación en los acontecimientos de septiembre y octubre de 2017.

Difícil de entender que dediquen recursos públicos en contratar abogados externos para defender a quienes fueron acusados de connivencia con los intereses del gobierno de Puigdemont y Junqueras en el otoño de 2017 y que, sin embargo, se les niegue la defensa a través de los servicios jurídicos del Departamento de Interior a los agentes que son objeto de la acción delictiva de quienes atentan contra su autoridad, en el ejercicio legítimo de sus funciones de mantenimiento de la seguridad pública.

Mientras la cúpula de mando mantiene sus privilegios y recibe el favor de los responsables políticos, esos mismos políticos toman la decisión irresponsable de tener a sus policías a la intemperie, frente a los ataques de los violentos organizados.