Pere Aragonès promete un Govern de transformación y abandona la vía del discurso. Su promesa de volver “a la cosas” responde al malestar en el mundo de la economía que los políticos dicen “compartir”. El problema es que el mundo empresarial no cree en dirigentes que hablan de reorganizar una Generalitat mal acostumbrada al disenso ideológico y sin rastro de gestión; y no le creen especialmente por el inmenso ruido que se avecina al que el Govern contribuirá exigiendo el “fin de la represión”, especialmente espoleado por la suspensión del tercer grado en Lledoners y por el levantamiento del aforo de Puigdemont en el Parlamento Europeo. Es cierto que no es fácilmente conjugable un país democrático con penas de cárcel. Pero también resultaría impensable ver a las autoridades legítimas de un Länder alemán, por ejemplo, saltándose la ley de bases del Estado federal. Y que conste que allí, los fallos del Tribunal de Karlsruhe tienen inclinaciones jurisdiccionales algo más severas y no puramente consultivas, como las nuestras.
La década perdida no es tan fácilmente reconducible; no es creíble que ERC prometa el redil del pacto y mucho menos JxCat. Pero hay una luz al final del camino que se llama elecciones anticipadas por parte de Sánchez, en 2022, que podrían celebrarse antes de las autonómicas de Andalucía; esta es la posibilidad que estudia Moncloa, aunque la vicepresidenta Carmen Calvo esconda el ala y lo considere “política ficción”. Con el adelanto de los comicios generales, octubre del próximo año se convertiría en el plazo máximo para el pacto que facilitó la moción de censura contra Rajoy; esta fecha de caducidad permitiría además mantener con realismo la mesa de diálogo entre el Gobierno y la Generalitat.
Si no revienta el pacto de legislatura en España, es posible que Aragonés se decante por seguir el surco negociador de Laporta, el presi redivivo del Barça, que ya habla de recuperar el lobi en la Federación Española, en la UEFA y en la FIFA, bajo el compás del nuevo vicepresidente económico del club, Jaume Giró. ¿Un paso en el fin del aislamiento catalán? Un paso simbólico, sí.
Pero si la respuesta a un nuevo choque de trenes es la calle, estamos perdidos. La acción de los almogávares solo sirve para quemar contenedores y asustar a la gente. Hace más de ocho siglos, la Compañía Catalana de mercenarios entrenada en el Bósforo, no llegó a gran cosa que no fuese saquear el Monte Athos, atravesar Tesalia y sembrar el terror en Tracia y Macedonia. La Generalitat se disculpó casi mil años después, concretamente en 2005, cuando una delegación oficial del Tripartit --como lo oyen-- pidió perdón por el desafortunado episodio ante el abad de Vatopedi, en el mismo Monte Santo. Así lo recuenta en el libro En tierra de Dioniso (Acantilado), María Belmonte, enorme prosista, conocedora del corazón humano y aventurera en la Grecia envuelta por la bruma, no en la iluminada por el sol.
En el Palau de la plaza de Sant Jaume ya desinfectan el despacho oval. Aragonés tomará posesión del cargo con todas sus consecuencias. No sabemos si nos espera otra larga noche o si podremos hablarnos cara a cara sin despeinarnos. La ubre nacionalista entristece el mundo; nos ha convertido en ciudadanos circunspectos encerrados en nuestra cueva interior. El toque misántropo del catalanismo desatado tiene mucho de religión, del misticismo autista que baña nuestra curia, desde la alcurnia de la mitra hasta la grey católica del presbítero popular.
En Madrid, el PP descansa sobre el enorme catafalco preparado por Bárcenas quien, en calidad de testigo, denuncia a los sobrecogedores, como M punto Rajoy y Javier Arenas, senador no electo. La gangrena de la extrema derecha está representada por un Vox ascendente en los sondeos y dotado de una infantería de choque, con Macarena Olona de capitana, cuando justifica la vandalización de murales feminista en el área metropolitana de Madrid, con las imágenes de Clara Campoamor, Rigoberta Menchú, Lucía Sánchez Saornil, Rosa Arauzo, Angela Davis o Frida Kahlo, entre otras. Ante semejante despropósito, la presidenta Díaz Ayuso se regocija y el alcalde la capital, Martínez-Almeida, arrastra los pies.
Si la crisis catalana cristaliza de nuevo, querrá decir que no confiamos en la Justicia y que solo la entendemos como resultado de la presión política. Puigdemont no volverá a casa esposado; por más que se pida de nuevo su extradición, Bélgica seguirá siendo su cárcel de oro, aunque el ex president huido no podrá pasearse por París ni Viena, como hacía la honorable guardia roja, en los años de penitencia. Aragonés no quiere ponerse una soga al cuello, ni eternizarse en la negociación. La mejor tercera vía será la de Laporta; el universo futbolístico metaforiza a la política.