Parece que en Cataluña nos ha dado para normalizar la violencia. Gente organizada, convenientemente promovida y con buena cobertura mediática crea escenas dantescas y de pánico en las calles, con profusión de quema de mobiliario urbano, destrozos de comercios y espacios públicos y ataques inusitados y feroces hacia una policía que por no contar no tiene ni el apoyo de sus jefes políticos. Llama la atención el grado de vandalismo, pero aún más la justificación y legitimación que hacen, en Cataluña, los líderes independentistas, así como la "brunete mediática" local, dispuesta a bendecir todo conflicto y caos en nombre de poner en jaque el sistema político español y cargarse de razones de cara al gran objetivo de la separación. Las imágenes de estos días recuerdan muchos episodios reiterados en los últimos años, con jóvenes y no tan jóvenes impelidos a la violencia para demostrar que "las calles serán siempre nuestras".
El contexto creado lo facilita. Presidentes que gritan "¡apretad!" y políticos que afirman cínicamente que quemar contenedores, atacar la policía o hacer barricadas no es violencia, sino "autodefensa". Resulta irresponsable estar en el gobierno y al mismo tiempo afirmar que no hay ley ni autoridad que valga. Los mismos que dirigen (es un decir) los Mossos d'Esquadra. Todo ello, la muestra de la degradación del país y de la ruptura con cualquier atisbo de sentido de la realidad, la moderación o la decencia. La violencia no es nunca justificable y, en todo caso, se puede entender que sea inevitable y se produzca cuando se sufren situaciones muy extremas. No es ni mucho menos el caso. Quién protagoniza los disturbios con impunidad política y social no son la gente con penurias y problemas económicos y de pobreza serios. No son los excluidos, que los hay y muchos en Cataluña, sino clases medias que, una vez abandonado ningún sentido de las proporciones y de los límites, se divierten, viven una aventura nocturna haciéndose multitud de fotografías para presumir ante los amigos. Esto es una fiesta. Por el camino dejamos la credibilidad de país, trituramos aún más la sociedad y nos instalamos en un desgobierno que lo que hace es jugar muy a favor de lo que justamente dicen combatir. Manifestarse es un derecho; no usar la violencia, una exigencia y una obligación democrática. Culpar a la policía del desbarajuste organizado, una insensatez.
La libertad de expresión es algo muy serio. Un aspecto clave de los sistemas y las culturas democráticas. No cabe banalizarla y aún menos crear falsos mitos que no soportan ni una mirada superficial. La libertad de expresión es absolutamente contraria al discurso del odio y de la apología de la violencia y del terrorismo. Esta línea roja que no se debería atravesar y está establecida en todas las sociedades democráticas. Cuando más exigente y escrupuloso se es en la defensa de la libertad de opinión, más estricto se acostumbra a ser en no admitir las llamadas a practicar crueldad o la vindicación de la confrontación. Una cosa es condición para la otra.
En los países serios, este límite está presente en el código penal justamente para evitar que se pueda incitar y practicar una violencia que lo que hace es inducir a callar a muchos ciudadanos, a que no se puedan expresar libremente. Resultan bastante elocuentes las entrevistas en caliente a elementos que estos días protagonizan los disturbios en la calle. Los más prolíficos y expansivos afirman estar porque "han encarcelado a alguien por cantar canciones" o que "España es una dictadura". Una prueba de que, entre otras muchas cosas, no funciona muy bien en este país el sistema educativo. Ya no digamos la defensa de la libertad que hacen aquellos que intentan incendiar la redacción de un diario, atacan periodistas o saquean las tiendas de marcas del Paseo de Gracia. Al final, gente utilizada por aquellos creadores de contexto que ahora quieren caos porque creen que les resulta rentable políticamente. Ya tenemos instituida la kale borroka en versión catalana. Aquí por unas razones y por una gente y en Madrid con otros argumentos y diferentes finalidades. Nos haremos daño, mucho daño. Preocupa especialmente el relativismo moral de una parte de la sociedad que acepta esto de manera benevolente y justificatoria, que lo legitima, pero resulta aún más indignante cuando se azuza desde consejerías de la Generalitat o desde vicepresidencias del Gobierno de España. Esto debería inhabilitar para gobernar.