Ya se sabe: si estás al atardecer en casa, único lugar donde debes estar dadas las restricciones, escuchas el zumbido de un helicóptero y habitas en el centro de la Ciudad Condal, tienes todos los números para ser un paciente barcelonés que trata de ubicar el lugar del incendio. Es por ello de suponer que sigues siendo un sufrido ciudadano para el que, por ejemplo, tirar la basura es un viaje de riesgo y aventura. Ya lo era antes, porque hacer tan cívico ejercicio supone jugarte el físico tratando de encestar en el contenedor, dado que bicicletas y patinetes pasaban rozándote el cuerpo. Lo malo es que ahora, tampoco sabes en dónde proceder a hacerlo, dado que los contenedores han desaparecido, se supone que por temor a ser pasto de las llamas por culpa de una panda de desalmados que ni sabes de dónde vienen ni a dónde van. Suponiendo que lo sepan ellos.
El caso es que sales ingenuamente a la calle, cargado con tus bolsas de residuos y resulta que el ayuntamiento ha retirado los contenedores, sin saber a dónde han ido ni cuándo volverán. Entonces, das media vuelta, regresas al domicilio y las vuelves a dejar allí, quién sabe hasta cuándo. También cabe la posibilidad de bajarlas subrepticiamente por la noche, dejarlas en el lugar dónde antes estaba su recipiente de acogida, confiar en que sean alimento para las ratas o prenderlas fuego, ponerse a danzar a su alrededor entonando un rap y, si alguien pregunta, asegurar que todo es por la libertad de expresión y la patria catalana, mientras esperas a que un grupo de “abajofirmantes” aporte su apoyo moral, intelectual y artístico. Aunque ninguno de ellos tenga intención de darte trabajo después, ni de telonero, por muy rapero que seas.
Todo es cuestión de fantasear: imagine a Oriol Junqueras, Ada Colau o quien prefiera ataviados con toga patricia, rama de laurel en la cabeza y una lira entre las manos en lo alto del Tibidabo mientras arde Barcelona. ¡Pura realidad clásica! Eso sí, la disculpa es aparente: todo por la libertad de un capullo, dicho sea en el más académico de los sentidos: envoltura de las larvas de algunos insectos o botón que sirve de envoltorio a las flores, cuyo pensamiento oscila entre la creencia de que Podemos es “la pata zurda del fascismo” o una panda de “trotskistas”. Parece más una sandez de alguien con problemas de riego sanguíneo en el cerebro, pero estos son los tiempos que nos ha tocado vivir.
Es más, pensemos en alguien con amnesia desde hace tiempo que recupera la lucidez: si ve al vicepresidente del Gobierno que tenemos ¿qué pensaría? ¿Sobreviviría al intento de comprender que un presidente socialdemócrata (¿?) tenga un antisistema de adjunto? Si, encima, contempla imágenes porn riot --pornografía del disturbio-- de Barcelona, ¿qué diría? Tal vez se enterase de que la tercera parte de los detenidos estos días de vandalismo son menores de edad: la kale borroka acabó, entre otras cosas, cuando se obligó a los detenidos o sus familias a pagar los autobuses que quemaban. Pero los llamados “servicios de inteligencia” son incapaces de decirle quiénes son. Siempre podrá encontrar alguna explicación sociológica e incluso hormonal: tanto tiempo de deterioro económico o un estampido de endorfinas o testosterona. Eso sí: mientras tanto, le sobresaltará un insensato debate sobre el modelo policial, como si hubiese que garantizar el orden público con flores y besos.
Lo decía hace poco el expresidente Felipe González: “La única certidumbre es la incertidumbre”. De hecho, es difícil discernir qué es mejor: tener Govern o no. Ya no es tan lamentable que se deslocalicen industrias como Bosch, de Castellet a Polonia, o Pastas Gallo, de Granollers a Córdoba, que tanto da lo que produzcan, como el hecho de que quienes gobiernan se enteren por la prensa. Y cuando lo hacen, parecen no entender que es una deslocalización, pudiendo así el consejero de turno decir sandeces sobre la continuidad de una actividad empresarial aludiendo a supuestas ayudas del Estado que pretende reventar o de un Govern que ni está ni se le espera.
Cuando no hay diálogo, ni puentes de interlocución, ni proyectos de futuro, ni nada de nada, es lógico que se enciendan todas las alarmas. Es comprensible así que sean los responsables del sector productivo, es decir, los empresarios, más atentos a lo cotidiano de las cosas del comer, quienes asuman un papel protagonista para intentar poner orden y sacar la sociedad catalana del marasmo en que nos han sumido. O de revitalizar la marca Barcelona, una ciudad que fue cosmopolita, dinámica, abierta y universal pero que ahora, no solo para muchos de sus habitantes sino también para algunos de sus pocos visitantes, es un campo de batalla, triste y fea que la alcaldesa parece tratar de transformar en archipiélago de islas urbanas a partir de un pretendido urbanismo táctico. En realidad, no hay modelo de ciudad de futuro, como tampoco lo hay de país.
Por desgracia, la sensación es, ya no de hartazgo profundo, sino de desfondamiento: falta sensibilidad por el interés general, por los anhelos de los ciudadanos que quieren que se afronten y resuelvan sus problemas cotidianos. En tiempos pasados había gente que se declaraba “apolítica”, aunque la simbiosis de lo político y lo social era tan evidente que existía la Brigada Político-Social (BPS). Tal vez deberían recordarlo quienes ahora, dubitativos, temerosos o cobardes, en vísperas de la cumbre empresarial y representando algún sector, dicen “no nos metemos en política”. Mientras arde Barcelona.