Esta semana he viajado a Hong Kong y me embriagado de su calor húmedo, del olor a incienso y a especias saliendo de sus calles estrechas, de las luces de neón de los rascacielos brillando sobre el río Perla. Y lo mejor de todo es que no me ha hecho falta coger ningún avión. Me he limitado a leer La Mansión al Sur de la Calle de los Arces, una novela de autoficción que acaba de publicar mi colega Iris Mir, a quién conocí cuando vivía en Pekín.
Después de ocho años en la capital china, Mir decidió mudarse a Hong Kong en busca de nuevas experiencias profesionales. Pero en lugar de instalarse en la isla, la zona “guay” de la ciudad, donde residen la mayoría de extranjeros, prefirió alquilarse un apartamento en Sham Shui Po, un barrio humilde para la clase trabajadora situado en la zona de Kowloon, y así poder sentirse como una más.
“No soy una expat, sino una persona normal que vive en Hong Kong”, le espeta su alter-ego literario a un taxista hongkonés cuando éste le pregunta por qué no vive en un condominio internacional de la isla, cerca de los otros expats.
La novela de Mir no solo es interesante para conocer el día a día de los vecinos y comerciantes de su barrio, como el Sr. Wu, el butanero, o la Sra. Kwok, la cajera del supermercado, sino para aceptar que “no sabemos nada, que siempre podemos aprender del otro y que muchas de las cosas que creemos que son verdades únicas (porque así nos las han explicado en nuestra cultura occidental) son, en realidad, construcciones que en otros países y culturas quizá no tienen ningún sentido”, me explica Mir por email desde Londres, donde reside actualmente.
Leyendo sobre Hong Kong me han venido a la cabeza dos recuerdos muy claros de la primera vez que estuve en la ciudad, en noviembre de 2007. El primero es estar atiborrándome de dim sum en un restaurante interior con el aire acondicionado a toda castaña y salir a la calle oler a incienso y pescado seco.
El segundo es estar probándome ropa en una tienda de la animada Nathan Road bajo la mirada divertida de mi entonces novio, y pensar: “soy feliz”. He reflexionado muchas veces en ese instante de felicidad espontánea asociado a una actividad de pareja tan banal, y llegado a la conclusión de que fue por el simple hecho de que mi cabeza había dejado las preocupaciones a un lado y me sentía afortunada. Por aquel entonces, mi ex y yo, con apenas 25 o 26 años, éramos corresponsales en China y nos poníamos mucha presión sobre nosotros mismos para encontrar buenos temas de reportaje y que nos valoraran en la redacción.
Y aquí Mir vuelve a clavarla, al criticar esa manía de occidente de ir todo el día apresurándonos para llegar a algún sitio concreto en la vida, aunque no sepamos muy bien cual. Ella aprendió de la cultura china que la clave de la felicidad no está tanto en lograr metas externas, sino en dejar que las cosas fluyan. Según los fundamentos del Taoísmo, nuestra existencia se retroalimenta a partir de decisiones que tomamos en la vida y que no tiene sentido pensar en un progreso lineal, porque no hay lugar para metas. “Creamos el destino (nuestro futuro) con nuestras decisiones, por eso creo que nos da tanto miedo. Porque sabemos que podemos equivocarnos y pagar por nuestra decisión equívoca en el futuro. Pero hay que tener fe en uno mismo y creer que ese destino que estamos dibujando ahora en el presente tomará una forma que tendrá sentido para nuestras vidas”, me explica Mir por email.
La otra cosa que se lleva Mir de la sabiduría china es la importancia de la bondad. “No hay nada mejor que rodearse de gente buena en la vida. La gente honorable mitiga los efectos de la mala suerte. Son como nuestros ángeles de la guarda”, comenta, dejando claro que toda la gente honorable que conoció en Sham Shui Po --el Sr. Wu, la Sra Kwok, el Sr.Yu, el portero de noche, Joanne, su amiga costurera..-- merecía estar en su novela.