Las empresas españolas vinculadas a la industria de la hostelería y el turismo afrontan unas perspectivas desoladoras. Sus asociaciones lanzaron esta semana la solicitud imperiosa de ayudas públicas por valor de miles de millones de euros. Si no las reciben de inmediato --aseguran-- van a desencadenar un vendaval de suspensiones de pagos.
Arguyen múltiples motivos para justificar su dramática situación. Dicen que su capacidad de aguante se ha evaporado, tras diez meses de cierres forzosos, bloqueos y restricciones. Que sus pérdidas de explotación crecen sin cesar. Que sus deudas se han hinchado como globos y no pueden devolverlas porque sus arcas están exhaustas.
En la etapa más reciente, todavía confiaban en el advenimiento de la ansiada vacuna contra el Covid, que iba a insuflar una buena dosis de esperanza. Pero la cruda realidad indica que tal previsión no se ha cumplido.
Los datos que se van conociendo hielan el ánimo más templado. Los negocios turísticos en general y los hoteleros en particular, representan en el PIB español un peso enorme. Este sufrió en 2020 un desplome espectacular y pasó del 12% al 4%. Dicho con otras palabras, la aportación del sector a la economía se redujo en dos terceras partes.
Para calibrar la magnitud de tamaña debacle, ahí van unos botones de muestra. Durante el año, apenas arribaron a nuestros lares 20 millones de visitantes foráneos, una cuarta parte de los 83 millones del ejercicio precedente. En similar proporción se desmoronó el tráfico por los aeropuertos españoles. Según Aena, su gestora, transitaron por ellos 76 millones de pasajeros, es decir, el 27% de la cifra récord de 275 millones registrada en 2019.
Semejantes retrocesos, traducidos a euros, significan que la actividad turística se dejó el año último por el camino unos ingresos de nada menos que 106.000 millones. No hay zona territorial que escape a tal derrumbe. Baleares batió el récord con una mengua de sus entradas financieras del 89%. Siguen Cataluña con 80%, Madrid con 77% y Andalucía con 72%. Las dos mayores capitales, la villa y corte madrileña y la ciudad condal, perdieron el 86% y el 80% respectivamente.
Como es lógico, la contracción experimentada surtió un impacto demoledor sobre el empleo. El ramo turístico está integrado por hoteles, restaurantes, turoperadores, agencias de viaje, aerolíneas, locales de ocio, cruceros, etc. En conjunto, da trabajo a 730.000 personas. Pues bien, casi 300.000 de esos puestos quedaron destruidos en 2020 para siempre y pasaron a nutrir las filas del paro. Los restantes 430.000 siguen sujetos a expedientes de regulación temporal.
Así las cosas, la tercera ola de la pandemia avanza desbocada. Al ritmo actual de las vacunaciones, pocos creen salvable la próxima campaña veraniega. Bien al contrario, la inmensa mayoría de las compañías ya dan 2021 por perdido. Y no prevén alcanzar las cifras previas al estallido del coronavirus hasta dentro de dos años como mínimo. En definitiva, por mucha propaganda que expelan de continuo los políticos con mando en plaza, pintan bastos para el futuro inmediato.
Pedro Sánchez proclamó en junio, con su habitual desfachatez, que él y su Gobierno ya habían “vencido al virus”. Siete meses después de aquel anuncio triunfalista, el descalabro nacional reviste proporciones bíblicas.
Estamos metidos de hoz y coz en la postrera oleada del Covid, quizás la más virulenta de todas. Mientras tanto, la economía se ha cuarteado hasta extremos ignotos y los agujeros excavados en las cuentas oficiales empiezan a ser astronómicos. La larga travesía del desierto por parte del sector de los viajes y los alojamientos se hace interminable. Y se eternizan las especulaciones sobre cuando concluirá la presente pesadilla.
Por todas las trazas, hoy nos encontramos peor que ayer, pero mejor que mañana. Habrá que amarrarse al asiento, porque vienen curvas cada vez más cerradas.