Esta es la historia de una mujer marcada por una imagen de su infancia. Me permito empezar a escribir así las líneas que usted está leyendo ahora mismo, parafraseando el inicio de una de las películas más conmovedoras de la historia del cine, La Jetée de Chris Marker. Es posible que las historias de todos los seres del mundo empiecen así, con una imagen de infancia.

Joan Crawford nació en San Antonio, Texas, el 23 de marzo de 1904. En aquel momento, ella era una niña de rostro inocente llamada Lucille Fay. Thomas Le Sueur y Anna Bell Johnson, el primero de ascendencia francocanadiense, la segunda sueca. Ambos de origen modesto, ellos eran sus padres. No hay consenso entre los biógrafos de Crawford sobre si Thomas se marchó de casa antes o después del nacimiento de Lucille. En todo caso, cuando su padre se marchó, ella se quedaría sola con su hermano mayor, el también actor Hal Le Sueur, y con su madre Anna. De fondo, la muerte de la niña Daisy, hermana mayor de Hal y Lucille, que habría fallecido antes de cumplir los tres años de edad.

 

 

Joan Crawford recuerda el rodaje de la película "¿Qué fue de Baby Jane? / CINÉFILOS FILM

Anna tenía dos bocas que alimentar con el dinero que ganaba en la lavandería. No ganaba lo suficiente como para disponer de un piso para su familia, así que se instalaron a vivir en la trastienda. La madre, profundamente caótica y con un sentido de la limpieza más que cuestionable, obligaba a los niños a trabajar en la lavandería. Una de las misiones de la niña Lucille Fay consistía en pasar largas jornadas colgando chaquetas limpias sobre perchas de alambre. Aquel recuerdo perseguiría a Joan Crawford hasta el fin de sus días. Una imagen de infancia.

Un nombre ajeno y extraño

¿Cómo consolar el llanto voraz de una niña abandonada? Joan Crawford fue una mujer que vivió en una metamorfosis permanente, reinventándose constantemente para gustar y encarnar la imagen que se esperaba de ella. Su mayor temor no era el de ser odiada, sino el de no ser vista.

Bette Davis (izq) y Joan Crawford (der) durante el rodaje de una película / ELCINEDEHOLLYWOOD

Tenía 21 años y acababa de ganar un concurso de danza, le hicieron su primer primer plano cuando fue presentada como nueva sensación en los estudios de la Metro Goldwyn Mayer. En aquel momento, Joan era Lucille Cassin. Había tomado el apellido del novio de su madre, un empresario del mundo del teatro. Pronto se organizaría un concurso abierto al público para elegirle un nombre a la joven actriz. La opción ganadora sería Joan Arden, pero Lucille Fay no pudo ser ella. Esa Joan ya existía. Era otra mujer, otra actriz. Lucille Fay tuvo que aprender a ser Joan Crawford, el segundo nombre más votado. Crawford era una mujer orgullosa de haberse hecho a sí misma, a partir de los retazos de una infancia destrozada. Pero esto último no quiso compartirlo con nadie. Como decía Cliff Robertson, a Joan no le gustaba ser recordada por las sombras que habían marcado su vida.

Joan Crawford sabía lo difícil que era conseguir atraer la luz de los focos de un plató. Llevaba años recorriendo salas de fiesta como corista, había ahogado ya su angustia en más litros de whisky y en más labios ajenos de los que podía contar. Sin embargo, ella no cejó jamás en su empeño por convertirse en una gran artista, en un personaje bigger than life, que es lo mismo que decir alguien más grande que la muerte, alguien que pueda sobrevivir al olvido.

Escena conmovedora

Joan era muy consciente de la imagen que proyectaba. Era profundamente disciplinada y sabía perfectamente donde debía situarse en cada momento. Solía encarnar personajes de chica trabajadora e ingenua, pero eso tenía que terminar. Necesitaba retos a la altura de sus capacidades interpretativas. Desde los estudios de la MGM se promovió una nueva imagen de Joan Crawford. El maquillaje sería distinto, unas cejas más expresivas y pobladas que le conferirían un aire más severo y adusto. El pelo iría más recogido. Se dibujaba entonces una nueva Crawford, más fuerte y segura de sí misma. Joan había empezado a ser Vienna, antes de serlo por primera vez en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954).

Joan Crawford en una foto publicitaria para Humoresque (1946) / WIKIPEDIA

De fondo se oye aún a Sterling Hayden, preguntándole a Joan Crawford:

--¿Qué es lo que te mantiene despierta?

--Los sueños… las pesadillas.

Dos personajes alcohólicos e insomnes, Johnny y Vienna, intentando olvidar un pasado traumático que les sume en la más profunda de las depresiones. La celebérrima secuencia del “Lie to me” (Miénteme) funciona como una puesta en escena de la propia experiencia vital de Joan Crawford. Nicholas Ray, que era como un demonio listo, supo captar las chispas y el fuego de los ojos, no solo los de Joan, sino los de Lucille Fay, los ojos de una niña maltratada a la que horrorizaba la idea de no ser suficiente. La secuencia es profundamente conmovedora. Le confesaré que no puedo dejar de llorar mientras veo a la niña Lucille Fay soltando frases como éstas: “Yo no encontré este lugar así, tuve que construirlo”. “No me avergüenzo de cómo he conseguido lo que tengo”. “La chica fue lista, aprendió a no amar nunca más”. Vienna, Joan y Lucille Fay eran el mismo personaje.

¿Una madre abusadora?

En el reino de las ternuras fugaces y las sonrisas escondidas, Lucille Fay soñó con ser máscara irredenta, inmune al dolor. El precio de ser Joan Crawford lo pagarían los hijos de Lucille Fay. Y muy caro. Decía Shakespeare en su Enrique IV: “¡Qué deshonra es para mí recordar tu nombre! ¡O conocer tu rostro mañana!”.

Joan Crawford con Christina, una de sus hijas / PIXABAY

Joan no podía tener hijos de forma natural y además no le permitían adoptar por ser mujer soltera y con problemas con el alcohol. Crawford no dudó en utilizar a uno de sus amantes para que intermediara en la compra de una niña llamada Christina. Joan adoptaría también más adelante tres niños más: Christopher, Cindy y Cathy.

Había pasado un año de muerte de Joan Crawford, Christina tenía 39 años y publicó Mommie Dearest, un libro en el que narraba los abusos que había recibido durante toda su vida por parte de la maravillosa Joan Crawford. Entre otros episodios terribles, contaba cómo su madre le obligaba a dirigirse a ella constantemente como “queridísima mamá”. Las perchas de alambre volvieron a entrar en escena el día en que Joan descubrió un día ese tipo de perchas en el armario de su hija. Entró en cólera y golpeó a su hija con furia. Le destrozó la habitación. Estaba completamente borracha. “Ahora recoge este desastre”. Era un día de madrugada. En la habitación dormía también el niño Christopher, atado a la cama. Christina acusaba también a su madre en ese libro de obligarle a preparar las bebidas a los numerosos amantes que venían a ver a Joan a casa.

Como usted sabe, eso supone un abuso terrible, puesto que se incluye a la niña en los preliminares del encuentro sexual.

Todas estas acusaciones fueron siempre desmentidas por sus dos hermanas pequeñas, Cathy y Cindy. Ellas admitían el carácter autoritario y obsesivo de su madre, pero no toleraban que se le achacara nada más que eso. El que escribe estas líneas condena con rotundidad y contundencia todos los abusos que pudieran sufrir esos niños. Sin embargo, les pido que no me cuenten entre los que se apuntan a hacer leña de un árbol caído. Se me caen lágrimas de rabia, pero Joan Crawford nunca supo dejar de ser la niña Lucille Fay.

La máscara Crawford era en realidad el rostro de una infancia terrorífica, veneno en sangre que avanza de forma implacable y constante, como si se tratara del sistema de alcantarillado de una ciudad fantasma.