Salí de casa la otra noche, a las once, y me eché a caminar por el desierto barrio. Estaba todo cerrado, hasta la farmacia de la Pedrera tenía echada la persiana. Las 11 de la noche. Era un escenario asombroso. De vez en cuando me cruzaba con algún esforzado ciclista de Glovo, pedaleando su soledad, con su piedra de Sísifo a la espalda. Coches de la taimada Guardia Urbana circulaban lentamente con la misión de hacer respetar el toque de queda. Cada vez que se me acercaba uno o se quedaba parado ante el semáforo mientras yo cruzaba por el paso de peatones, esperaba que me dieran el alto. Pero no lo hacían. Es una sociedad tolerante porque a nadie le importa nada. Supongo también que evaluaban la levedad de mi infracción: al fin y al cabo yo iba solo y a nadie podía hacer daño. Y evaluaban al mismo infractor: veían a un hombre de pelo canoso, de piel clara, vestido con pulcritud, incluso con un abrigo de lana de aire inequívocamente tradicionalista. Seguramente pensaban: ése no anda tan tranquilo por la calle a estas horas por un impulso desafiante, ni sin una justificación… Ése no va a una “rave” en el Giardinetto. Ya te lo digo yo. Debe de ir a una farmacia. Está enfermo. O loco.
Pero ¡maldita sea!, ¿por qué pulsión masoquista, en aras de qué equivocado prurito de sinceridad y de veracidad, he tenido que hacer suposiciones tan poco halagüeñas sobre lo que pensarán los patrulleros de la Guardia Urbana (o eran quizá los Mossos) desde dentro de un Toyota, viéndome recorrer el Ensanche a horas prohibidas? ¿Por qué no pensar mejor --al fin y al cabo, ellos no vendrán a desmentirme-- que, viéndome pasar, el uno le dijo al otro: “Mira, Josep, por ahí pasa un verdadero gentilhombre europeo desplazándose dignamente por Barcelona-la-Muerta, cierto que a horas prohibidas pero respetando los semáforos y siguiendo un camino recto, y no haciendo eses; hay en su andar algo dominante, algo de regia indiferencia a las circunstancias. Seguramente va tan sumido en sus propios pensamientos --deben de ser muy profundos--, que apenas se percata de nuestra presencia y de que podríamos ponerle una multa. Ese hombre es la viva estampa de la nobleza. Seguro que lleva en el bolsillo por lo menos cien euros. Seguro que es un buen motivo el que lo ha echado a la calle en esta noche tan fría, cuando podría estar en su confortable piso, con la calefacción central funcionando a toda pastilla”.
--Tienes razón, Miquel –contesta el otro guardia, el que va al volante--. ¿En qué crees tú que irá pensando?
– En algún poema, seguramente.
--Sí, Miquel, tiene todo el aspecto.
–O en una mujer inteligente, hermosa, suculenta, rica y liberal.
¡Ay! If my thought-dreams could be seen, / they’d probably put my head in a guillotine”. ¿Cómo podían imaginarse aquellos benditos guardias, o mossos, o lo que fueran, que yo me dirigía a casa de mi camello, un tipo sucio, todo camiseta y halitosis, que vive en un piso deprimente de la calle Aribau, pero que me deja el caballo a precio de saldo (pero porque lo corta con tiza el muy hideputa) y a veces hasta me lo da fiado, porque dice que somos amigos y siempre seremos amigos, que nunca nos separaremos?
Y luego, ya bien puesto de jaco, ¡a la timba de póker en casa de Tito el Mellao, con Quico el Lepra y su cuñao Jordi Colomines, el Coix del tres per cent! Como decía Raphael: “qué pasará, qué misterio habrá, / ésta puede ser mi gran noche”. Mientras, para entretener la caminata con algún pensamiento positivo, urdía planes sobre medidas contundentes para disuadir a esa juventud díscola de celebrar contagiosas “raves” en fábricas abandonadas. “Veamos”, me decía: “¿Sería mejor bombardear con napalm en el momento álgido, a las cuatro de la madrugada, cuando están abarrotadas y todos se sienten amorosos y desinhibidos?... ¿O mejor colocar frente a la puerta una ametralladora, prender fuego a las paredes de la nave e ir rociando de balas a todos esos semovientes, tarados e irrecuperables para la sociedad, según vayan saliendo, ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta?”
Respiré hondo. Era una noche fría, sin luna y sin estrellas, pero romántica, suave era la noche. ¡Noche de Barcelona! Me volví para abarcarla entera, y me fijé, tras el volante del coche patrulla, en la cabecita de Josep, recortada en la ventanilla como un precioso camafeo. ¡Qué joven es! ¡Tan joven como tú y yo cuando éramos jóvenes!... Sin mirarme siquiera, puso primera, apretó suavemente el acelerador y se fue, sin duda escuchando en streaming, con la aplicación Idagio (que es el Spotify de la música clásica, pues en Spotify es que no tienen nada de nada), “Ich habe genug” (Ya he tenido bastante), y comentando con Miquel su preferencia por esa cantata (la 82), por encima de la 8, la del pajarito: “Liebster Gott, wenn werd ich sterben?” (Querido Dios, ¿cuándo me moriré?).
Qué extraño, esas letras tétricas para una música tan… fina. Pero como tú y yo no sabemos alemán, esos versos no pueden, gracias a Dios, hacernos daño. Y se alejaban Josep y Miquel en su cochecito, calle arriba, debatiendo si es mejor la versión de Gardiner o la de Herrewhege, con la música a toda potencia de los altavoces, derramando alrededor los divinos acordes de Bach, que rebotaban en las fachadas modernistas y se colaban por la ventana de un tercer piso para consolar a una chica en su cama, deprimida porque tiene ya veintiséis años y sigue sin encontrar empleo; y este año tampoco lo encontrará; y no le consolaban; y en la calle las luces azules sobre el techo del Toyota giraban como otro alegre adorno de la Navidad encendida en la noche negra de la ciudad fantasma.