El Reino Unido nunca ha sido un país europeísta. Un pasado imperial, una cultura individualista y una relación privilegiada con EEUU han hecho que nadara entre dos aguas. En 1957 no quiso ser una de las naciones fundadoras de la Comunidad Económica Europea (CEE), en 1960 creó una asociación alternativa de países (EFTA) y solo solicitó unirse a la primera cuando observó el éxito generado por el libre comercio entre los países del área.
La incorporación tuvo lugar en 1973 y fue refrendada en 1975. Una consulta donde las ganancias comerciales generadas por la entrada en la CEE fueron decisivas para lograr el apoyo masivo de los electores. No obstante, los sucesivos gobiernos, especialmente los conservadores, siempre fueron reticentes a una mayor integración política, económica y financiera.
A ellos les interesaba formar parte del área de libre de comercio y casi nada más de la Unión Europea (UE). Por eso, el país nunca ha formado parte del espacio Schengen ni ha adoptado el euro como moneda nacional. El euroescepticismo no es una novedad, siempre ha estado presente. No obstante, a diferencia de otras veces, en 2016 ganó la batalla definitiva.
De forma progresiva, la pertenencia a la UE pasó de ser una ventaja económica a convertirse en un problema, especialmente en los años posteriores a la crisis financiera de 2008. Sin embargo, los motivos fueron diferentes para las élites económicas y los trabajadores.
Una parte sustancial de las primeras prefiere un marco regulatorio más similar al de EEUU que al europeo, considera contraproducente la dependencia jurídica del Tribunal de Justicia de la UE y excesiva la burocracia impuesta por Bruselas. Les encantaría tener unas normas laborales, medioambientales, de protección al consumidor y contra la evasión fiscal más laxas que las vigentes en la unión.
Para los segundos es vital recuperar el control de las fronteras del país para restringir la inmigración, volver a conseguir la plena soberanía y evitar el despilfarro que supone la contribución al presupuesto de la UE. Una aportación cuantificada por Boris Johnson en la campaña del referéndum en 350 millones de libras semanales. Sin duda, una gran falsedad.
La incógnita sobre si el Brexit sería duro o blando se resolvió en seis meses. En concreto, entre el 7 de junio y el 12 de diciembre de 2019. En la primera fecha, Theresa May dimitió, al ser incapaz de lograr que el Parlamento aprobara alguno de sus planes de retirada de la UE. En la segunda, Boris Johnson, su sustituto, ganó por mayoría absoluta y se sintió legitimado para hacer efectiva la salida de cualquier manera el 31 de diciembre de 2020.
En el último año tuvo lugar una dura confrontación entre ambas partes. El Reino Unido pretendía un acuerdo a su medida y la UE le ofrecía casi todo lo que tenía o casi nada. El primer país quería seguir disfrutando de la libertad de movimientos de capitales, bienes y servicios, pero no de personas, dejar de contribuir a las arcas comunitarias y tener la posibilidad de realizar una política económica completamente independiente de la unión que permitiera a sus empresas ganar artificialmente competitividad.
En la negociación, la UE se jugaba su futuro. Si la nación anglosajona se salía con la suya, en los próximos años más de un país podía intentar abandonarla. Por tanto, corría el riesgo de desaparecer o convertirse en irrelevante. Para evitarlo, su prioridad era impedir que ningún país negociara individualmente con el Reino Unido y firmará con él un acuerdo bilateral.
Las principales líneas rojas de la UE eran preservar la integridad del mercado único (Londres debía escoger entre las cuatro libertades o ninguna), impedir que el país anglosajón realizara dumping, el cumplimiento por parte de él de los compromisos financieros contraídos con Bruselas, la preservación de los derechos de los ciudadanos de la unión residentes en la isla y evitar una frontera física entre las dos Irlandas.
Las del Reino Unido consistían en salir del mercado único y la unión aduanera, evitar cualquier supervisión del Tribunal de Justicia de la UE, tener la posibilidad de realizar la política económica más conveniente para sus intereses, no realizar ninguna cesión de soberanía a la unión y evitar los controles aduaneros entre Irlanda del Norte y Gran Bretaña.
Si la confrontación fuera un partido de fútbol, el resultado sería UE 5 – Reino Unido 2. La primera ha conseguido todos sus objetivos principales y el segundo únicamente ha salvado la honrilla. La pérdida de las elecciones por parte de Trump en EEUU y el colapso del puerto de Dover en el país anglosajón han dado la puntilla a Boris Johnson.
A cambio de un acuerdo de libre comercio de mercancías, el Reino Unido se ha mostrado dispuesto a abonar 50.000 millones al presupuesto comunitario (los compromisos pendientes), mantener las actuales normativas medioambientales, no abaratar a través de leyes los costes laborales ni disminuir los impuestos a las empresas (no hacer dumping).
También ha conseguido que los residentes actuales en el país con nacionalidad de alguno de los países de la unión mantengan sus derechos actuales y ha logrado que la frontera no esté entre las dos Irlandas, sino en el mar que las separa de Gran Bretaña.
El Reino Unido ha cedido incluso con la pesca. Un actividad con escaso peso específico en el PIB de ambas partes, pero con un gran valor simbólico para Boris Johnson, pues visualizaba claramente la recuperación de la soberanía perdida. En los próximos cinco años y medio, los barcos de la UE podrán seguir pescando en sus aguas territoriales y únicamente deberán disminuir sus capturas en un 25%.
En definitiva, el acuerdo es muy insatisfactorio para el Reino Unido. Los dos únicos hechos relevantes logrados por el nuevo primer ministro consisten en cumplir el mandato de sus votantes e impedir una salida caótica de la UE. No obstante, es una gran derrota que no incorpore el libre comercio de servicios, cuando dicho sector supuso en 2018 el 79,2% de su PIB y su supresión afecta directamente al futuro de la City de Londres (el principal proveedor de servicios financieros de Europa)
El Brexit empezó mal y acaba peor. La modalidad dura es la que ha triunfado y augura un negro futuro al país. Boris Johnson no ha conseguido ninguna concesión adicional importante a los logradas por Theresa May. No obstante, probablemente venderá el acuerdo a los británicos mucho mejor que ella. Es la gran virtud que tienen los políticos populistas.