David Garrofé, el secretariado general de la Cecot, deja la patronal; se va a casa con la cola entre las piernas, después de años defendiendo que las empresas deben situarse bajo el influjo de las estructuras de Estado construidas por Puigdemont, Torra, Junqueras o el mismo Artur Mas. Aquellas estructuras estaban destinadas a la construcción de la República catalana nacida --pero non nata---de la declaración unilateral catastrófica que puso al país en peligro y que acabó en el mayor ridículo de la historia. Antes del fracaso, la patronal de Terrassa, que preside Antoni Abad, se negó a seguir siendo un eslabón territorial de Foment del Treball, su casa madre; empezó celebrando sus tradicionales Nits de l’Empresari lejos de Terrassa, concretamente en el Teatre Nacional de Catalunya, ubicado en Barcelona.
El momento cenit de aquella falsa expansión llegó con el premio concedido a Víctor Grifols, presidente de los laboratorios Grifols, uno de los poquísimos patrones empresariales que se había manifestado soberanista. Armada con la munición del independentismo radical, la Cecot vino a decir que se había convertido en una plataforma capaz de representar al conjunto; se autoproclamó como alternativa a Foment, su cúpula territorial. Quiso separarse del corporativismo en el que había germinado; se arrogó un amplio consenso en la industria y el conocimiento --empezando por el clúster tecnológico del Vallès, su comarca-- para ponerlos a los pies del procés. Cuando la patronal de Terrassa se convirtió en el principal aval de las políticas de la Generalitat, Abad y Garrofé enarbolaron la estelada.
La última gota desbordó el vaso; el independentismo no será jamás la ideología unívoca de la economía catalana. La ecuación de Cecot era matemática y metafísicamente imposible, si tenemos en cuenta que la mayoría del empresariado vinculado al Consejo Consultivo de Foment (los primeros 100 grandes emprendedores del país) era y sigue siendo muy crítico frente al procés. El entonces presidente de Foment, Joaquín Gay de Montellà, puso a la Cecot en su sitio; la amenazó con expulsarla del conjunto, lo que hubiese significado situarla al margen de la CEOE española; adiós a los ejercicios de ingeniería soberanista; fuera del paraíso no hay más que silencio y salirse de la foto significaba el fin de los patrocinios --de donde chupan las élites sindicales-- además de la pérdida de los apoyos directos de la cúpula federal. Antoni Abad mostró entonces su auténtica faz, la de un timorato incapaz de llevar al límite sus amenazas, arrastrado por el temor a la pobreza que sufren las élites inmerecidamente acaudaladas; se arrugó y ahora se queda solo, tras la salida de Garrofé, su timonel, un Palinuro sin nave y lejos del Lacio.
Es el canto de cisne de la organización que un día lejano representó a la industria algodonera del Vallès, y que después quiso colonizar infructuosamente la metalurgia, la química y la tradición siderúrgica. La Cecot es el adiós de los generales sin ejército --los Torredemer y otros que un día fueron colonias textiles-- hoy encapsulados en los remontes de Matadepera, la urbanización revalorizada gracias a la acumulación de fortunas. Esta Cecot es la imagen fiel del pasado de la Terrassa dinástica; la del ingeniero Alfonso Sala i Argemir, conde de Egara, que aceptó vergonzantemente presidir la Mancomunitat de Cataluña al ser designado por el dictador Miguel Primo de Rivera. Es también el escaparate de la Cataluña hipotéticamente independiente, sin entender el dolor de la travesía.
La Cecot que deja Garrofé es el mundo corporativo atravesado por la lanza de un protestante, ponente lustroso en las celebraciones del Congreso Protestante de Cataluña, que se apoyó en Max Weber para difundir la plenitud del espíritu del capitalismo. Garrofé ocupa sin empacho el desencuentro histórico entre Calvino y Castellio o entre Lutero y Erasmo; desde su legítima fe, defiende el sórdido deber ser frente al adorno litúrgico de la cúpula Sixtina; el dogma frente a la elasticidad de las mitras; el espasmo frente al perdón; la árida penitencia de los teutones frente a la alcurnia romana. Y más allá de los valores, en lo puramente empresarial, su modelo de Cecot es el de una organización desnuda comparada con el Foment del Treball Nacional, endoselado por el arancel de Juan Güell i Ferrer, en la Vía Laietana de Francesc Cambó.
Expresa el fin de una ilusión provinciana que quiso ser más con Antoni Abad y con su antecesor, Eusebi Cima, amante de los safaris en el África austral de Juan Carlos I, el último gran cazador blanco, enamorado de los deportes de rey, cazar y fornicar, dos pasiones puestas hoy en tela de juicio por las vanguardias izquierdosas que esconden su puritanismo detrás de las denuncias.
La Cecot aislada es un canto de cisne; el fin del sueño empresarial (sin empresa) de las estructuras de Estado catalanas; el declive de la Cataluña pequeña y melancólica del procés. Desquiciada por la dupla Abad-Garrofé, la ufana plataforma egarense demuestra que de los excesos a la irrelevancia hay un trayecto muy corto; están separados por la fina lámina fina que deslinda lo sublime de lo ridículo.