El presidente de la Generalitat valenciana, Ximo Puig, ha venido a Barcelona para comunicarnos que su gobierno está muy dispuesto a ocupar el vacío institucional dejado por la Generalitat catalana y a ejercer personalmente el liderazgo autonómico (y mediterráneo) frente al centralismo que en otro tiempo correspondiera sin discusión a los dirigentes catalanistas. El declive político de los sucesivos gobiernos independentistas desde 2012 no solo tiene consecuencias funestas para la gobernación interior de Cataluña sino que ha acabado por arrinconar la Generalitat catalana a la segunda división de las instituciones autonómicas. Ante la melancolía irreprimible de los dirigentes soberanistas catalanes, Ximo Puig e Isabel Díaz Ayuso se han lanzado a por el liderazgo, ciertamente con planteamientos bien diferentes e intenciones contrapuestas.
La vía valenciana para una España de Españas que Puig expuso en el Círculo de Economía tiene una música maragallista fácilmente reconocible para los oídos ansiosos de olvidar cuanto antes la matraca del nosotros solos. La España Plural y la Euroregión Pirineos Mediterráneo son perfectamente identificables como precedentes valiosos para el presidente valenciano, al igual que las lecciones del ensayo de Ernest Lluch, publicado en 1976, con el título La Vía Valenciana.
No hay nada nuevo bajo el sol porque todos nuestros problemas son tan viejos como la discusión académica sobre los posibles valores republicanos de una monarquía constitucional. No solo en cuestiones conceptuales seguimos igual, también en cuanto a problemas prácticos tales como la financiación insuficiente del sistema autonómico o el retraso de muchos quinquenios del corredor del Mediterráneo. La diferencia es que esta ocasión quien empuja la reacción lo hace con la fuerza renovada de la Comunidad Velenciana, por muchos conocida como País Valencià.
El pacto del Botànic II no pasa por su mejor momento por las discrepancias sobre la estrategia para la recuperación de la crisis del coronavirus, parece que por los problemas de protagonismo tan habituales en los gobiernos de coalición. A pesar de esta circunstancia, el acuerdo entre el Partit Socialista del País Valencià (PSOE), Compromís y Podemos ha permitido a la Generalitat valenciana aprobar seis presupuestos seguidos en tiempo y forma. La continuidad del pacto y dicha estabilidad presupuestaria, además del aprovechamiento de la diáspora financiera provocada por el Procés, le permiten a Ximo Puig venir a Barcelona con un eslogan casi ecuménico: acuerdo (interno), serenidad (política y social) y alianzas (con terceros, comenzando por los catalanes, para frenar la aspiradora madrileña).
Acuerdo, serenidad y alianzas, es un eslogan, claro, y habrá que descontarle el punto de autobombo propio de la propaganda, pero aun así, es innegable que nadie se atrevería a defender que esta trilogía rige también en Cataluña, ni negar el aumento de la influencia de la política valenciana en Madrid. La política catalana está en el reverso de esta imagen pujante. Desde Valencia parece que se ve mucho más claro que desde la plaza de Sant Jaume. España, vino a decirnos Puig, tiene que dar un gran paso adelante para remediar el conflicto, pero los dirigentes independentistas tienen una gran responsabilidad por haber estado tantos años empecinados en la deriva unilateral. En el Palau de la Generalitat catalana creen que todo es fruto de la persecución de un ideal.
Las causas del entremorir catalán de los últimos años no son un secreto para nadie, son compartidas por el inmovilismo estatal, la incompetencia del gobierno catalán, el aventurismo del Parlament y la severidad de la justicia. La suma de estas razones explica las dificultades para enfrentar primero la crisis económica, para combatir después el coronavirus y para acelerar políticamente la reconstrucción, aprovechando la resiliencia del tejido económico y social del país. Nuestro apagón institucional hace brillar la ortodoxia valenciana y Ximo Puig vino a recordárnoslo.