Además del invisible covid-19, en España se ha extendido un contagio político que está desvirtuando la esencia misma de nuestra democracia. Sería interesante buscar quién ha sido el paciente cero, aunque todo apunta a un círculo procesista como el principal propagador. El impacto en la vida política española de Puigdemont y Torra ha sido limitado. Su perfil de individuos excéntricos les ha invalidado, ni siquiera su corresponsal literaria en la corte --la gran Laura-- ha podido matizar esa imagen real de personajes xenófobos y ultraderechistas tan difundida por España y el resto de Europa. El actual contagio procesista no es obra de este esperpéntico dúo.
Cuando Junqueras eligió a Rufián para hablarle en su misma lengua a los cándidos indecisos del cinturón de Barcelona, no pudo imaginar la rentabilidad política que iba a conseguir con la charlatanería de ese individuo fuera de Cataluña. Al poner a un charnego que se vanagloriaba de serlo, ERC pudo ocultar la histórica y arraigada xenofobia de su sigla C. Con la ingeniosa logorrea rufianesca el partido pudo sacar lustre a su E, en un momento en que muchas voces empezaban a calificar a su organización como un partido protofascista, además de admirador tiempo atrás de Hitler, Mussolini o los hermanos Badia. Pero ¿quién le iba a decir al retorcido beato Junqueras que iban a ser los podemitas los encargados de sacarle brillo a su R? Todo ha sido bastante fácil gracias a los submarinos Asens y Pisarello.
Al blanqueamiento de este partido ultranacionalista se ha sumado el sanchismo, esta nueva corriente cesarista creada en el seno del PSOE por aquellos cachorros que en su mayoría --como advirtió Leguina-- nunca han cotizado a la Seguridad Social. Junqueras y Rufián guiñan un ojo y les jalea y toca las palmas el coro de Adriana Lastra.
En su afán por alcanzar el paraíso republicanista, uno de los contagios más exitosos del procesismo ha sido inocular el virus de las falsas mayorías democráticas, y el PSOE se lo ha comprado. Ahora empieza a circular que el horizonte del 50+1 el próximo 14F, es decir una justita mayoría absoluta separatista, es lo más democrático que uno se pueda imaginar. Y a partir de esa cifra toda actuación vuelve a estar legitimada, por muy destructiva que sea. Esa fue la miserable táctica que los nacionalistas emplearon en el Parlament en las totalitarias votaciones del 6 y 7 septiembre de 2017 que capitaneó la senyoreta Forcadell.
Con porcentajes de abstención entre el 40% y el 50%, la mayoría absoluta de los votos por la mínima diferencia es una mayoría simple electoral, de ahí que para cambios mayúsculos sea necesaria una mayoría de 2/3 de los votos para aproximarse a la mayoría absoluta electoral, y de ese modo evitar la ruptura de una sociedad. La democratitis de ERC desprecia esta evidencia y vuelve a la carga con el 50+1 de los votos para la anhelada ruptura con el Estat espanyol. Y así lo publicitan allí donde van, gracias a la complicidad silenciosa de políticos oportunistas sin escrúpulo o locutores de dudosa profesionalidad.
En una reciente entrevista de Julia Otero a Roger Torrent se pudo comprobar como el político mentía sistemáticamente con este asunto de la mayoría del poble català, además de utilizar su lenguaje falaz de víctima, represión, presos políticos, exiliados… La periodista le comentó que no le parecía adecuado ese vocabulario, pero no quería entrar en ese debate. Sin embargo, cuando ella intentó contradecir una escandalosa afirmación el político le espetó: “Eso no es verdad”, y la Otero calló.
El procesismo arrasa con su vocabulario sectario y falso, y ante su soberbia y envalentonamiento aquellos que quieren ser correctamente de izquierdas se arrodillan y tragan. Sorprende tanta integridad en la defensa de determinados asuntos sociales y la sumisión ante formas descaradas de manipulación de la verdad, que esconden la firme creencia en dogmas identitarios y en una sociedad de privilegiados y elegidos.
Cuentan que cuando el conservador Albert Bosch i Fustegueras, Alcalde de Madrid en 1885, fue duramente criticado por un periodista ante su pésima gestión de la epidemia de cólera que asolaba la capital, el ingeniero y político catalán le mandó una caja de habanos con una nota que decía: “Los periodistas no perjudican a los políticos cuando los combaten sino cuando los olvidan”. Quizás Bosch estuviera en lo cierto, y a personajes tan tóxicos como un Rufián, un Junqueras, un Torrent o un Aragonés sea mejor no entrevistarlos, sino ignorarlos, tal y como han hecho ellos con más de la mitad de los catalanes durante años y años.