La política se parece más al teatro que al cine. En una película, basta con elegir la toma en que el actor da lo mejor de sí para dejar a su personaje congelado en la historia, ofreciendo eso que ahora los cursis denominan su mejor versión. En el teatro, como se ha comprobado en muchas ocasiones, es muy probable que el actor, perfecto al inicio de la gira, bordando el personaje que le ha caído, vaya perdiéndolo función tras función, de manera que cuando la tournée concluye en, pongamos por caso, Villamierda del Arzobispo, ya no queda nada de aquella simbiosis entre actor y personaje que nos fascinó si tuvimos la suerte de asistir al estreno de la obra.
Tengo la impresión de que a Pedro Sánchez le está pasando algo muy parecido con el personaje que se fabricó para interpretar el papel de presidente del gobierno. Es más, yo nunca he conseguido considerarle el presidente de todos los españoles, sino un actor que interpreta ese papel con mucha solvencia. O que lo interpretaba, pues desde hace unos días, su actuación está dejando mucho que desear. Atrás queda aquel cómico extraordinario del principio de la pandemia que salía por la tele y fingía de manera tan convincente su empatía con el español medio que, sentados en el sofá, viéndolo en el telediario, nos sentíamos como los fans más tontos de Bruce Springsteen, esos que abandonan el estadio tras una actuación del Boss convencidos de que el hombre les ha mirado fijamente a ellos y solo a ellos, cuando Bruce lo único que ha hecho es pasear la mirada sobre la turba aparentando que observa individualmente a cada uno de los que ha pagado religiosamente su entrada.
Función a función, Pedro Sánchez va perdiendo a su personaje hasta que no quede nada del convincente actor que salía por la tele a decir que entre todos saldríamos de ésta reforzados, convertidos en mejores personas y mejores españoles, y demás patrañas bienintencionadas que él era el primero en no creerse. Gracias a la fama de trepa, oportunista y marrullero que se ha trabajado a conciencia, ha llegado un momento en el que casi nadie se cree lo que dice. Es más, damos por sentado que se nos quiere llevar al huerto con sus explicaciones y que éstas solo ocultan nuevas maneras de abordar el único tema que realmente le interpela: su permanencia en el cargo. Es la impresión que tenemos con los dos últimos fregados en los que se ha metido: la petición de indulto para la banda del beato Junqueras y la inasistencia del rey a la ceremonia barcelonesa de entrega de despachos a la nueva promoción de jueces. De hecho, ni se ha molestado en dar la cara y adoptar la brillante expresión empático-patriótica de cuando el principio del coronavirus, pues ha delegado las excusas en el ministro de justicia --al que se le nota que no acaba de pasarlo bien con el marrón que le ha caído-- y en esas dos grandes secundarias del método Stanislavsky que son Carmen Calvo y la fiel Adriana Lastra, cuya fe en el líder y cara de cemento armado las capacita para decir cualquier cosa, o incluso nada, con un aplomo inaudito.
Las excusas, en todo caso, no han convencido a nadie que no cobre un sueldo del PSOE (y hasta ahí dentro ha habido ruido de sables). ¿Que el rey no fue a Barcelona por motivos de seguridad? Inverosímil. En caso de algarada lazi, la cosa se habría solucionado con cuatro porrazos. ¿Que el gobierno está obligado a solicitar el indulto para los chapuceros golpistas catalanes de octubre del 17? Tampoco se lo traga nadie, pues nadie ve arrepentimiento alguno ni la menor ansia de redención en el beato Junqueras, a quien el indulto ofende y que exige la amnistía como el hombre de bien que cree ser (éste no estaría contento ni que le erigieran una estatua donde aún se yergue la cruz del Valle de los Caídos, ¡y del mismo tamaño!). El gobierno habla de proteger a Felipe VI y de contribuir a la concordia nacional vía indulto y la gente piensa en algún chanchullo con los separatistas para que le aprueben los presupuestos y en el imposible apaciguamiento de un personal de derribo que solo es feliz instalado en una catarsis permanente de odio.
En el improbable supuesto de que estas dos salidas de pata de banco obedezcan a las mejores intenciones de la administración Sánchez, la impresión que tiene mucha gente es que la no aparición del rey en Barcelona equivale a bajar la cabeza ante los lazis y que lo del indulto es otra manera de congraciarse con ellos para que el sillón del presi no peligre. Y es que Pedro, como otros actores de teatro, está perdiendo el personaje función a función y, a este paso, pronto no quedará nada de él. Solo un ser humano mondo y lirondo que, gracias a que cuenta con una oposición que parece que le ha bajado Dios a ver, ya no se molesta en actuar y se presenta tal cual es, como un escalador socio-político cuya única prioridad es su puesto de trabajo y que, parafraseando a Groucho Marx, tiene unos principios, pero si no nos gustan, también tiene otros. Lamentablemente, la fascinación de sus primeras funciones ha cedido ante la rutina y la desidia, ante la equivocada certeza de que el público se tragará todo lo que diga, aunque lo delegue en comediantes menores como Calvo y Lastra. Ni se ha molestado en explicarnos personalmente --mirándonos a cada uno a la cara, como Springsteen-- lo del indulto ni lo del rey, quedando como un gobernante al que no le importa desairar al jefe del estado ni ofender al poder judicial ni sonarse los mocos con la constitución si a cambio pilla algo a corto plazo que le convenga.
Así ve uno últimamente a Pedro Sanchez. Y me temo que no soy el único.