Al final, todo tiene su premio. Miren ustedes a Tremosa, que fue el hazmerreír de medio mundo --el otro medio estaba a otras cosas, como buscar algo que llevarse al estómago-- cuando declaró que el prófugo Puigdemont era un líder mundial a la altura de los presidentes de Estados Unidos y China, o del Papa, o del Dalai Lama, o qué sé yo, con las risas me atraganté y no acabé de escucharle bien, y acaba de ser nombrado conseller de Economía y Empresa. Desde El Padrino sabemos que otra cosa no tendrán las familias mafiosas, pero devolver favores, los devuelven, y en Waterloo --aquí no se nombra a nadie sin que llegue la orden de Waterloo-- tenían anotado el nombre de Tremosa, igual que Franco anotaba en una libretita los que debían ser nombrados ministros. No es que Tremosa anduviera muy sobrado de prestigio y vergüenza, pero alguien capaz de renunciar a los pocos vestigios que le quedaban de ambas cualidades, merecía un carguito.
Alguien podría pensar que soltar burradas por la boquita es escaso mérito para conseguir un puesto de trabajo tan bien pagado, pero las burradas también se dividen en varias categorías, y adular al líder hasta perder el sentido del ridículo siempre se ha pagado bien. El problema no es para Tremosa, que ya tiene lo que buscaba, el problema es para los que, después de él, aspiran también a un cargo de postín. Tremosa ha puesto el listón muy alto, y de ahora en adelante todo el que aspire a ser encumbrado en la corte catalana deberá superarlo. Tarea nada fácil. Ya no sirve declarar que Puigdemont es grande, que Puigdemont es el mejor y que viva Puigdemont. No, eso ya ha quedado atrás por culpa de Tremosa, el mismo Puigdemont está tan acostumbrado a que sus cortesanos se lo repitan, que lo tiene interiorizado, probablemente él mismo se lo repite también, mientras se mira al espejo cada mañana. A partir de ahora, el que desee vivir bien a costa de los presupuestos catalanes deberá proponer por lo menos la beatificación del expresidente --proponerlo para el Nobel ya está pillado, supongo que quien lanzó tal propuesta también está de conseller--, declarar que es el mejor amante que ha tenido jamás o jurar que nadie como Puigdemont aguanta una noche toledana, que es el último en caer de bruces después de acabar con las existencias de algún ar de Bruselas. Y de ahí, para arriba. Se ha puesto caro, el quilo de conselleria.
Escribió William Thackeray --junto a Dickens, el más destacado narrador de la Inglaterra del siglo XIX-- que si la gente se deshiciera en reverencias ante nosotros, y se agachara servil y rendida cada vez que nos viera, seguro que tomaríamos aires de suficiencia y aceptaríamos la grandeza con que el mundo se empeña en adornarnos. Claro está que el bueno de Tackeray se refería a “la gente” en general porque no conocía a Ramon Tremosa, el cual se basta solo para hacer creer a un fugado de la justicia que es un líder de talla mundial. Bien es cierto que al presunto líder no le hace falta que se lo vayan recordando, así de convencido está de su misión divina en la tierra, pero seguro que agradece la existencia de súbditos con tan poco amor propio como Tremosa, capaz de adoptar ante el mundo la forma de un gusano con tal de recibir a cambio un cargo.
En cualquier otro lugar del mundo que no sea la Cataluña actual, saltarían las alarmas al poner la economía en manos de semejante mastuerzo, y más en una situación crítica como la actual. Por fortuna, la economía catalana no hay quien la arregle mientras el gobierno de esta comunidad siga empeñado en su única idea, y por lo tanto podemos permitirnos colocar a quien sea de conseller, sin miedo alguno. Alguna ventaja deberíamos tener los catalanes, aunque sea una tan triste como el convencimiento de que por mal que lo hagan quienes nos gobiernan, ya no podemos ir a peor.