Los historiadores cuentan que Diógenes de Sinope, conocido también como El Cínico, uno de los filósofos-mendigos de la Grecia antigua, que tuvo el inmenso detalle de no molestarse en dejarnos ni una sola de sus ideas por escrito, probablemente en un ejercicio supremo de sabiduría, solía masturbarse en el ágora de Atenas, provocando así el escándalo de sus vecinos, que consideraban tal costumbre indecorosa a pesar de que, al ejercerla, Diógenes no perjudicaba a nadie y sólo se daba satisfacción a sí mismo. ¿A quién ofendía el sabio onanista? Desde luego, no violaba la religión –la griega era politeísta y bastante laxa, con dioses eminentemente carnales– ni contradecía moral alguna, pues ésta no es más que una convención social que puede ser variable e incluso contradictoria a lo largo del tiempo, como demostró Nietzsche.
La respuesta tiene que ver con otra oposición conceptual: la distinción (política) entre el ámbito privado y el público. En el primero todos hacemos cosas que evitamos mostrar en el segundo, básicamente por una cuestión de pudor (aidos), que es el nombre con el que los griegos primitivos identificaban a la diosa que representaba los sentimientos humanos de vergüenza y modestia. A muchos les parecerá increíble, pero uno de los cimientos de la civilización occidental es el sentido del decoro. Homero lo consideraba un rasgo principal de la condición humana; Platón lo tenía como fundamento de la democracia ideal.
Los dos mayores poemas épicos griegos, la Ilíada y la Odisea, donde los héroes emulan a los dioses, en cierta manera, son la expresión del inevitable conflicto entre los intereses colectivos y los individuales, de cuya decantación depende el porvenir de cualquier comunidad. La estricta separación entre lo público y lo íntimo se mantiene en Roma (res pública frente a espacio individual) y, más tarde, en la civilización cristiana, que escinde lo social de la esfera personal. Será con la ideología moderna cuando ambos mundos acentúen sus divergencias desde parámetros ajenos a las costumbres, económicos y políticos. La modernidad, entre otras cosas, consistió en la creación cultural de un yo individual, ausente en la literatura clásica, donde los individuos encarnan arquetipos en lugar de personas. A partir de este yo ficticio, y al mismo tiempo cierto, los liberales construyen su ideología individualista, contraponiéndola al Estado, expresión de los infinitos peligros de la colectividad.
España es la inventora del liberalismo –de escasa fortuna en nuestra historia política– pero, paradójicamente, buena parte de sus males seculares, por no decir casi todos, proceden de la constante confusión entre lo público y lo privado. Y de la falta manifiesta de decoro. Diríamos que se trata de una obstinada singularidad. No tanto porque no diferenciemos ambos territorios con claridad, sino porque nuestra historia política es una larga relación de episodios en los que una de estas dos ideas contamina a la opuesta. Con frecuencia, de forma violenta. Los siglos han pasado, pero seguimos igual. Nuestro pasado y nuestro presente oscila entre los dos extremos del péndulo: o los intereses particulares –de personas y grupos sociales– se disfrazan como colectivos (sin serlo) o la estadística (léase la mayoría) invade sin respeto la intimidad personal, condicionando por completo la libertad.
No hay término medio. Tampoco zona de grises. En España, antes y ahora, nadie sabe exactamente qué es el interés general cuando no coincide exactamente con el suyo. Basta contemplar nuestra democracia, formalmente impecable pero desfondada por las continuas guerras partidarias donde lo particular se camufla bajo el disfraz de lo general y viceversa. Nuestro sistema político es un teatro donde cada actor interpreta su papel, pero las leyes de la verosimilitud no rigen en el escenario: nada de lo representado es lo que debería ser.
Los partidos políticos no son organizaciones democráticas, sino tiranías que controlan su propio refrendo. Las instituciones, que deberían ser de todos (lo que implica no ser manipuladas por nadie en concreto), están contaminadas por los intereses partidarios, aunque escenifiquen su neutralidad con un boato que rara vez coincide con la realidad (vulgar) de las cosas. El resultado tiene bastante de estafa. La extensión de este modelo político a las autonomías ha terminado por amplificar el delirio original. Nuestro sistema democrático, además de salirnos carísimo debido al sinfín de intermediarios, resulta ineficaz y fomenta la polarización, esa constante de las democracias partidarias donde lo institucional es una mera apariencia en lugar de esencia.
Si se han preguntado ustedes alguna vez por qué no somos un país normal, pudiendo perfectamente serlo, la respuesta es cultural: la ensoñación de la identidad múltiple nos ha convertido, a nuestro pesar, en una nación sin instituciones dignas de tal nombre, condenándonos a vivir gobernados, y con frecuencia abandonados, por una constelación de partidos que representan tribus, no ideas. Lo que escribió Machado: "De diez cabezas, nueve / embisten y una piensa".