Imperialistas, fascistas, ñordos y otras lindezas siguen saliendo a borbotones de las bocas de viejos o nuevos consellers o de renombrados o anónimos ultras, y más cuando alguien tiene la ocurrencia de insinuar equidistancia o animadversión hacia los furores colectivos del independentismo. El principal argumento de estos intolerantes es el cansino “ante todo, soy catalán”. El resto, según ellos, son tontitos o enemigos de la nación catalana. Las redes amplifican hasta el infinito las extravagancias de ese esencialismo de principios.
Cantaba Carlos Cano en el Tango de las madres locas que “cada vez que dicen patria, pienso en el pueblo y me pongo a temblar”. En estos tiempos de tantos ismos cada vez que alguien comienza con la declaración “ante todo, soy…” es también para ponerse a temblar porque después viene la degeneración y el grito: del republicanismo se pasa a la republicanitis, del catalanismo a la catalanitis, del españolismo a la españolitis, y así podríamos continuar con muchos principios dogmáticos que derivan en inflamación de todos los entendimientos y en la intolerancia.
Ortega y Gasset fue muy crítico con aquéllos que proclamaban, por ejemplo, “¡Yo, ante todo, soy demócrata!”. En 1917 publicó una paradójica y polémica defensa de la democracia en detrimento de la “tan enojosa monarquía”. En su artículo, titulado Democracia morbosa, señalaba duramente al plebeyismo, entendido como el igualitarismo que se irrita cuando se trata desigualmente a los iguales, “pero no se inmuta al ver tratados igualmente a los desiguales”. El resorte que activaba esta actitud era, siguiendo a Nietzche, el resentimiento. El rencor y la envidia, y no una convicción democrática, serían los fundamentos del pensamiento y práctica igualitarista que, a la postre, se ha convertido en firme aliado de los populismos, impulsores a su vez de formas diversas de totalitarismo.
Como crítica premonitoria sobre los peligros que podía acarrear el ascenso al poder del esencialismo ideológico, Ortega puso este irónico ejemplo: “Imagínese lo que sería un vegetariano en frenesí que aspire a mirar el mundo desde lo alto de su vegetarianismo culinario: en arte censuraría cuanto no fuese el paisaje hortelano; en economía nacional sería eminentemente agrícola; en religión no admitiría sino las arcaicas divinidades cereales; en indumentaria sólo vacilaría entre el cáñamo, el lino y el esparto; y como filósofo se obstinaría en propagar una botánica trascendental”.
Decía Ortega que la democracia es una forma jurídica de derecho público que no es posible trasladarla a todos los órdenes de la vida. Similar reflexión es aplicable a ideologías u organizaciones sociales o políticas, empezando por las más básicas y cotidianas, como las relaciones familiares entre padres e hijos, y continuando en las escuelas o en los partidos. En todas ellas la igualdad o la identidad monolítica es imposible, pero no ha de ser obstáculo para entablar conversaciones entre pareceres distintos, de ese modo se fortalecerán las inteligencias y las relaciones sociales, porque --como dijo Montaigne--, ninguna idea ha de asombrar, ninguna creencia ha de herir, por contraria que sea. Pero el “ante todo, soy…” sí imposibilita cualquier diálogo, por muy democrático que diga ser, porque a priori impone una conclusión que invalida todo, empezando por sí mismo.